Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Martínez, M. 2006. Conocimiento científico general y conocimiento ordinario. Cinta moebio 27: 219-229

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Conocimiento científico general y conocimiento ordinario

General scientific knowledge and common knowledge

Miguel Martínez-Miguélez (miguelm@usb.ve) Universidad Simón Bolívar de Caracas (Venezuela)

Abstract

This article describes the nature and it opposes characteristics and application of the classic scientific knowledge and the ordinary knowledge. Therefore, it makes emphasis on the epistemic approach to each one, on the mental sensibility that requires their reception, on the local and social environment in which they appear and are developed, on the epistemic matrix they imply, and on the science-art dimension in which they are located. The article finishes with a practical advice to undergraduate and graduate students.

Key words: scientific knowledge, ordinary knowledge, epistemic matrix.

Resumen

Este artículo describe la naturaleza y contrapone las características y aplicación del conocimiento científico clásico y el conocimiento ordinario. Para ello, hace énfasis en la aproximación epistemológica a cada uno de ellos, en la sensibilidad mental que requiere su captación, en el ámbito local y social en que aparecen y se desarrollan, en la matriz epistémica que implican y en la dimensión ciencia-arte en que se ubican. El artículo concluye con un señalamiento práctico para los investigadores de pre y postgrado.

Palabras clave: conocimiento científico, conocimiento ordinario, matriz epistémica.

Recibido el 8 Oct 2006

Aceptado el 26 Oct 2006

“No hay enfermedades, sólo enfermos”
Aserción de la Medicina Actual

Introducción

Los movimientos epistemológicos y las orientaciones del pensamiento de los últimos tiempos, al tocar y cuestionar las bases del conocimiento científico tradicional, han creado gran confusión en los estudiantes universitarios de todo nivel, los cuales se preguntan si, al elaborar los marcos teóricos o conceptuales, pueden o deben realizar un proyecto de investigación siguiendo las líneas clásicas tradicionales o si, por el contrario, pueden o deben seguir las orientaciones que le señalan, por ejemplo, movimientos como la condición postmoderna, la postestructuralista, la desconstruccionista, la teoría crítica, o la tendencia a la desmetaforización del discurso, la hermenéutica o la dialéctica, y, en general, una orientación postpositivista, que hace énfasis en el conocimiento local y ordinario.

Dos Aproximaciones al Conocimiento

Pareciera evidente que debemos reconocer, ante todo, la prioridad de la experiencia inmediata. Esta experiencia tiene prioridad por su original inmediatez, porque la vivimos y experimentamos antes de cualquier conceptualización y aparición de significados, porque es el modo fundamental en que se nos ofrece el mundo y porque es el fenómeno básico para toda clase de actividades, incluyendo la misma ciencia. Sin embargo, también parece claro que esta experiencia, antes de ser ubicada en un contexto personal, cultural y social que le asigne significados, es simplemente amorfa y sin sentido alguno.

Pero la ciencia es, en último análisis, conocimiento, como lo indica su nombre. Sin embargo, suele ser considerada como conocimiento de un género determinado, conocimiento de leyes generales observadas en casos particulares. Este rasgo diferenciaría el conocimiento científico del conocimiento local y ordinario referido a un caso, entidad, hecho o individuo particular. Ya los filósofos escolásticos solían repetir que scientia non est individuorum (la ciencia no trata de individuos o casos particulares).

Según esta orientación, las ciencias serían –utilizando la terminología de Windelband– disciplinas nomotéticas, es decir, que estudiarían solamente leyes de amplia aplicación, preferiblemente universales, y la individualidad sería estudiada solamente por la historia, el arte o la biografía, cuyos métodos son idiográficos.

No obstante, el estudio de la individualidad puede alcanzar también una “universalidad” o generalidad en algún aspecto y en alguna medida, nada despreciable en cuanto a su importancia y utilidad. Por ejemplo, el estudio profundo de un individuo o de una entidad puede evidenciar una estructura personal o particular con un conjunto de rasgos y disposiciones peculiares que, aunque pertenecen únicamente a esa persona o entidad, describen y pueden predecir e incluso ayudar a “controlar” su conducta a lo largo de un extenso período de su vida. Aquí tendríamos un tipo de universalidad “temporal” –porque se extiende a muchas situaciones en el tiempo–, que puede ser más útil, en relación con el individuo o entidad, que la universalidad “espacial” o “extensional”, referida a un elemento de muchos sujetos o entidades.

Por otro lado, es posible que la naturaleza del objeto sea única, tan irrepetible e irreproducible como la explosión de una estrella nova, la erupción de un volcán, un terremoto, determinada revolución política o el fenómeno de doble personalidad. En casos similares, a la ciencia no le queda otra alternativa que estudiar esos casos únicos en sí, ayudada, naturalmente, por su mejor equipo teórico.

Otra característica, objeto de frecuente discusión, es la comunicabilidad de la ciencia. Si un conocimiento no es comunicable –suele decirse– no es científico. La razón principal de ello es que el conocimiento se considera como algo intersubjetivo que debe gozar de cierto consenso entre la comunidad científica.

En gnoseología se estudia un tipo de conocimiento estrictamente personal, el conocimiento vivencial, el comprender (Verstehen) profundo, tan frecuente en las disciplinas humanas y tan experimentado y vivido por los psicólogos clínicos y por los artistas. Estos hombres pueden captar una realidad singular y particular a un gran nivel de profundidad, y comprender los nexos y las complejas interrelaciones que constituyen ese ser individual, así como tener una vivencia muy peculiar y casi mística que les lleva a una cierta identificación con el objeto de estudio. En este caso, el sujeto poseería un conocimiento cierto, pero no científico; es decir, hablando etimológicamente, un conocimiento no-conocedor, cosa absurda.

En cuanto al hecho de que se dé cierta intersubjetividad o consenso –otro criterio de la “cientificidad”– recordemos que Galileo estaba solo con sus teorías y que los “sabios” del tiempo, los doctores en filosofía, en derecho, en astronomía y en teología, calificaron sus teorías como “absurdas y filosóficamente falsas”. Y mucho tiempo antes, el astrónomo Ptolomeo había considerado la idea de que la tierra se movía, como extraña, vieja (de los griegos) e “increíblemente ridícula”.

Así como el que canta extra corum, por muy bien que lo haga y sea el único que está en lo cierto, siempre da la impresión de estar “desentonado”, así las comunidades “científicas” censuran duramente al que rompe la “armonía” del paradigma aceptado y compartido, aun cuando ello sea para corregir falacias inveteradas.

En general, la gran mayoría de los hombres destacados y, sobre todo, los que han dado origen a las revoluciones científicas (como Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Planck y otros), se han quedado solos durante mucho tiempo y, en repetidas circunstancias, se les consideró como faltos de “sentido común” (y con razón, pues ese sentido común estaba errado) y alienados (cosa igualmente cierta en cuanto separados del común pensar y obrar). Por esto, Max Planck escribió con tristeza en su Autobiografía que “una nueva verdad científica no triunfa por medio del convencimiento de sus oponentes, haciéndoles ver la luz, sino, más bien, porque dichos oponentes llegan a morir y crece una nueva generación que se familiariza con ella”.

Quizá, ningún sabio de la antigüedad señaló y estableció mejor la importancia de unir el método racional con el empírico, de como lo hizo Hipócrates entre los griegos. Hipócrates (460–377 a.C.), “padre de la medicina”, que codificó gran parte de las setenta obras que componen el “corpus hipocrático” y que se ocupan de la práctica médica, escribió en sus Preceptos:

“Debe atenderse, en la práctica médica, no fundamentalmente a las teorías plausibles, sino a la experiencia combinada con la razón... Apruebo la teoría si sienta sus bases en los acontecimientos y deduce sus conclusiones de acuerdo con los fenómenos. Porque si la teoría sienta sus bases en hechos claros, se ve que reside en el dominio del intelecto, que, a su vez, recibe sus impresiones de otras fuentes... Pero si no comienza a partir de una impresión clara, sino de una ficción plausible, induce a menudo a situaciones dolorosas y molestas. Todos los que así actúan se pierden en un callejón sin salida” (Wartofsky 1978:116).

Esta posición es compartida por muchos científicos, especialmente de la Escuela Indoeuropea de Metaciencia que trabajan en el área de las ciencias humanas. El profesor Linschoten, de la Universidad de Utrecht, por ejemplo, ha aclarado con amplia y precisa indagación experimental que los resultados descubiertos en una situación A no pueden ser declarados válidos para una situación B, en tanto no se haya probado mediante el análisis fenomenológico la identidad estructural de las situaciones A y B, cosa prácticamente imposible (Martínez 1996).

Aunque parezca extraño, el mismo Hume justificaba la inducción en función de la costumbre y el hábito, pero pensaba que no se podía justificar lógicamente, que no había ningún argumento lógico válido que nos permitiera establecer “que los casos de los cuales no hemos tenido ninguna experiencia se asemejan a aquellos de los que hemos tenido experiencia”. Por consiguiente, “aun después de observar la conjunción frecuente o constante de objetos, no tenemos ninguna razón para extraer una inferencia concerniente a algún objeto, aparte de aquellos de los que hemos tenido experiencia...”, pues, “si se dijera que tenemos experiencia en esto” –es decir, si se afirmara que la experiencia nos enseña que los objetos constantemente unidos a otros mantienen tal conjunción– entonces, dice Hume, “formularía nuevamente mi pregunta: ¿por qué, a partir de esta experiencia, extraemos una conclusión que va más allá de los ejemplos pasados, de los cuales hemos tenido experiencia?”. En otras palabras, el intento de justificar la práctica de la inducción apelando a la experiencia, conduce a un regreso in infinitum. Como resultado de esto, podemos decir que las teorías nunca pueden ser inferidas de enunciados observacionales, ni pueden ser justificadas racionalmente por éstos (Popper 1963:53-54, cursivas mías).

El mismo Kant afirma, en su Crítica de la Razón Pura, que la universalidad empírica no es más que una extensión arbitraria del valor, pues se pasa de un valor que corresponde a la mayor parte de los casos, al que corresponde a todos ellos (1973, I:149).

De esta manera, será la agudeza intelectual del científico la que exigirá la observación intelectual de muchos casos para intuir la esencia o naturaleza, o bien le bastará con muy pocos. Brentano considera que la buena descripción de un ejemplo individual puede hacer evidente la esencia sin que haya necesidad de acumular más casos particulares, igual que en las ciencias naturales, con un solo experimento bien realizado, se puede deducir o comprobar una ley. El método de Jean Piaget –apoyado básicamente en esta lógica– fue considerado durante mucho tiempo por numerosos investigadores positivistas como no-científico, debido a que no seguía ciertos cánones clásicos sobre el tamaño de la muestra. Sin embargo, en 1956, el famoso científico atómico Oppenheimer (1956), al hablar a la American Psychological Association, lo propone como un modelo para iniciar la investigación en algunas áreas de las ciencias humanas.

Por esto, para llegar a la identificación de una estructura humana (psíquica o social) más o menos generalizable, deberíamos localizar primero esa estructura en individuos o situaciones particulares mediante el estudio y la captación de lo que es esencial o universal, lo cual es signo de lo necesario, pues lo universal no es aquello que se repite muchas veces, sino lo que pertenece al ser en que se halla por esencia y necesariamente. La captación de esa esencia depende más de la agudeza intelectual que del uso de técnicas.

Tanto Aristóteles como el mismo Bacon entendían por inducción, no tanto la inferencia de leyes universales a partir de la observación de muchos casos particulares, sino un método mediante el cual llegamos a un punto en el que podemos intuir o percibir la esencia, la forma, o la verdadera naturaleza de las cosas, que encierra lo universal. El mismo Galileo consideraba que las leyes de la naturaleza, que son regulares y que tratamos de descubrir, pueden ser captadas sin necesidad de multiplicar las observaciones, sino que bastaba una buena observación realizada intensivamente para aprehenderlas.

¿Cómo se puede generalizar partiendo del estudio de un solo caso o situación? La generalización es posible porque lo general sólo se da en lo particular. No se trata de estudios de casos, sino de estudios en casos o situaciones. Shakespeare, por ejemplo, elabora un retrato de Lady Macbeth que no se refiere únicamente a una noble dama escocesa particular que vivió en el siglo XI, sino que es una admirable imagen universal de la ambición y sus estragos. Igualmente, García Márquez estudia y describe una situación en Cien Años de Soledad, donde capta lo universal latinoamericano; y así han hecho todos los clásicos: por eso son clásicos, y trascienden los lugares y los tiempos; y Piaget, estudiando a fondo a sus propias hijas, estructuró leyes de validez universal que han sido consideradas entre los aportes más significativos de la psicología del siglo XX.

Por otra parte, es necesario tener muy en cuenta que una estructura individual o universal nunca podrá ser inducida del estudio de elementos aislados en muchas personas, del mismo modo que no podemos conocer la fisonomía típica de una determinada raza humana estudiando de manera separada los ojos, la boca, la nariz, etc., sin ver nunca su red de relaciones en conjunto. Por ese camino ni siquiera reconoceríamos a nuestro mejor amigo. Es precisamente esa “red de relaciones” la que hace que un rostro o una raza sean diferentes de los demás. Sería algo similar a lo que acontece con nuestra propia firma, donde los trazos, rasgos o partes cambian casi siempre, pero la estructura, forma o gestalt permanece la misma y, por eso, nos identifica.

Es muy lógico pensar que el grado de transferibilidad de una situación a otra es una función directa de la similitud que haya entre ambos contextos. Por ello, el esfuerzo mayor del investigador debería dirigirse hacia la identificación del patrón estructural que caracteriza a su objeto de estudio. En cambio, no es él quien debe estudiar el grado de similitud de su contexto con otros contextos o situaciones a los cuales puedan transferirse o aplicarse los resultados de su investigación. Ésa es tarea de quien vaya a hacer la transferencia o aplicación.

Todo esto deberá ser tenido muy en cuenta a la hora de establecer los objetivos y, sobre todo, al elegir las estrategias metodológicas para alcanzarlos.

Nuevas sensibilidades

Al Papa Juan XXIII le gustaba mucho hablar de “los signos de los tiempos”, como conjunto interactuante de elementos y variables humanas que crean una nueva realidad, exigen nuevos enfoques, demandan nuevos conceptos y, por consiguiente, también requieren nuevas soluciones. En el fondo de todo esto estaba igualmente un cambio paradigmático.

El espíritu de nuestro tiempo ha ido generando poco a poco una nueva sensibilidad y universalidad del discurso, una nueva racionalidad, que está emergiendo y tiende a integrar dialécticamente las racionalidades parciales: las dimensiones empíricas, interpretativas y críticas de una orientación teorética que se dirige hacia la actividad práctica, una orientación que tiende a integrar el “pensamiento calculante” y el “pensamiento reflexivo” de que habla Heidegger (1974), un proceso dialógico en el sentido de que sería el fruto de la simbiosis de dos lógicas, una “digital”, propia de nuestro hemisferio cerebral izquierdo, y la otra “analógica”, propia del derecho. Sería como la tercera dimensión, el proceso estereognósico, que no nos da cada ojo por separado ni la suma de ambos, sino la simultaneidad de los dos.

Los movimientos epistemológicos actuales, ya señalados, como la condición postmoderna, la postestructuralista, la desconstruccionista, la teoría crítica, o la  tendencia a la desmetaforización del discurso, la hermenéutica y la dialéctica, perdieron la confianza en la “diosa razón” (“la Razón”), tan acariciada por la modernidad, y le señalan dónde están sus límites y su autoengaño.

Igualmente lo hacen varias orientaciones metodológicas, como las metodologías cualitativas, la etnometodología, el interaccionismo simbólico, la teoría de las representaciones sociales, el sociocentrismo, etc., y vendría a significar el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas del juego de la ciencia, de la literatura y de las artes que han imperado durante la llamada “modernidad”, es decir, durante los tres últimos siglos.

Los autores de estos movimientos difieren en muchos aspectos, pero tienen también muchas cosas en común, como su ruptura con la jerarquía de los conocimientos y de los valores tradicionales, su bajo aprecio por lo que contribuye a la formación de un sentido universal, su desvalorización de lo que constituye un modelo, y su valoración, en cambio, del racionalismo crítico, de las diferentes lógicas, de la “verdad local”, de lo fragmentario, y su énfasis en la subjetividad y en la experiencia estética.

Lyotard, por ejemplo, puntualiza: “He luchado, por distintas vías, contra la pseudo-racionalidad (...) Aquellos que invocan “la Razón” alientan la confusión. Hay que disociar cuidadosamente la razón de los fenómenos, la que puede legitimar un régimen político, la razón que permite a cada uno soportar su propia singularidad, la que hace que cada obra sea admirable, y también la razón por la cual hay un deber, o una deuda. Estas disociaciones son obra del racionalismo crítico” (1994: 86).

Todo esto implica un planteamiento radical y una relativización de la cultura occidental moderna.

Quizás, lo más valioso que están aportado estos movimientos sean dos contribuciones: por un lado, su sensibilidad cuestionadora y crítica ante las grandes y más significativas propuestas no realizadas de la modernidad, propuestas que han generado el deseo de ir más allá de la situación actual; y, por el otro, el concepto de “verdad pluralista”, en el sentido de que la realidad es inconmensurable e inagotablemente rica y su ser último desborda al pensamiento humano; de tal manera, que no habría teoría o explicación que agotara la realidad, es decir, la riqueza y potencialidad significativa que puede captar en ella la mente humana, ante la cual la actitud y pretensión objetivadora y dominadora de la razón técnica luce como una idolatría.

“Lugarización”: el conocimiento local y ordinario

En los diferentes discursos sociales de algunos postmodernistas, como Michel Maffesoli, aparecen continuamente los términos “país”, “territorio”, “espacio”, cosas todas que indican un sentimiento de pertenencia, algo emocional: el lugar constituye un vínculo, un lazo que no es abstracto, teórico, racional. Un lazo que no está constituido a partir de un ideal lejano, sino, más bien, lo contrario, se apoya, orgánicamente, sobre la posesión común de valores enraizados: lengua, costumbres, cocina, posturas corporales; cosas todas cotidianas, concretas, unidas en una paradoja, que es sólo aparente, y que constituye lo material y lo espiritual de un pueblo. Debemos reflexionar sobre esto: tal ‘materialismo espiritual’ (sic), vivido localmente, es el que va a tomar, cada vez más, el lugar de la política en sus diferentes modulaciones (Maffesoli 2000b).

Estamos, entonces, ante “el fin de las ideologías”, de los “grandes relatos de salvación al estilo de una metafísica o ideología”; “hay un primado de la singularidad de las formas antes que de la universalidad de los valores, de la inteligencia de las situaciones antes que de la vanidad de las generalizaciones” (Maffesoli, en Champetier 2003), y su transfiguración en los “pequeños relatos”, específicos, propios de la “tribu” que los detenta, ligados a un territorio dado, a los lenguajes juveniles, a los dialectos locales, a los sincretismos filosóficos o religiosos; son nuevas formas de sociabilidad unidas en un compartir de emociones, en las cuales lo no-lógico, la pasión y lo imaginario juegan un papel importante (2003).

En su obra Elogio de la Razón Sensible (1996), enfatiza Maffesoli las intuiciones y destellos de esta “razón sensible”: que considera como una manera de aproximarse a lo real en su más fluida complejidad; una conjunción de lo material y de lo espiritual y no una oposición. La razón sensible se dedica a destacar el papel de lo afectivo, de las interacciones y de lo subjetivo. Es una razón abierta hacia lo imaginario, lo lúdico, lo onírico social y es aún más rica porque sabe integrar, de manera homeopática, estas obras que nos constituyen. La verdad absoluta se fragmenta en verdades parciales que conviven.

Serge Moscovici, por su parte (1983, 1984), acentúa la postura fenomenológica, dándole el rango epistemológico de ciencia (frente y en oposición al conocimiento científico clásico), al considerar las “representaciones sociales” como una forma de conocimiento social específico, natural, de sentido común y práctico, que se constituye a partir de nuestras experiencias, saberes, modelos de pensamiento e información, que recibimos y transmitimos por la tradición, la educación y la comunicación social.

Las “representaciones sociales” son modalidades de pensamiento práctico orientadas hacia la comunicación, la comprensión y el dominio del ambiente social, material e  ideal. En este sentido, presentan caracteres específicos para el plan de organización de los contenidos, de las operaciones mentales y de la lógica, y para cuya plena comprensión habrá siempre que referirlas a las condiciones y contextos en que emergen, a las comunicaciones por las cuales circulan y a las funciones que desempeñan en la interacción con el mundo y con los otros. Así, pues, “las representaciones sociales son sistemas cognitivos que tienen una lógica y un lenguaje particular... destinados al descubrimiento de lo real y a su ordenamiento” (1984: 380). “La ciencia –dice Moscovici– estuvo, en otro tiempo, basada en el sentido común e hizo que el sentido común fuera menos común; pero, ahora, el sentido común es la ciencia hecha común” (1983: 221).

Igualmente, Piaget (1976) define este saber como “pensamiento sociocéntrico”, por oposición al pensamiento técnico y científico: “un saber elaborado para servir a las necesidades, los valores y los intereses del grupo”. En este sentido, coincide con el “conocimiento emancipatorio” de Habermas, objeto de la “investigación-acción”, y que se opone al “conocimiento instrumental”, que es básicamente controlador y explotador.

El espíritu de toda esta orientación epistemológica no es nuevo, pues nos viene desde finales del siglo XIX, cuando Dilthey, Spranger, Weber, Jaspers y otros teóricos germánicos distinguieron claramente entre explicar (erklären) y comprender (verstehen). La explicación se centra en el análisis y la división para buscar las causas de los fenómenos y su relación y semejanza con otras realidades, con las cuales es comparada, referida y relacionada, es decir, “insertada en leyes más amplias y universales”, y tiene más aplicación en las ciencias de la naturaleza. Las relaciones que establece pueden permanecer, sin embargo, exteriores a los objetos analizados; no conducen a su naturaleza.

La comprensión, por lo contrario, es la captación de las relaciones internas y profundas mediante la penetración en su intimidad, para ser entendida desde adentro, en su novedad, respetando la originalidad y la indivisibilidad de los fenómenos, y tratando de entender, a través de la interpretación de su lengua y gestos, el sentido que las personas dan a sus propias situaciones. En lugar de parcelar lo real, como hace la explicación, la comprensión respeta su totalidad vivida; así, el acto de comprensión reúne las diferentes partes en un todo comprensivo y se nos impone con mayor y más clara evidencia.

Maffesoli (1979, 1985) habla también de esta sociología comprensiva que no busca tanto crear una teoría que enuncie lo que deber ser, sino que entiende y anuncia, más bien, verdades relativas y se da cuenta de la ambigüedad fundamental de todo hecho humano. Señala que conviene romper con un positivismo dominante y totalitario; que a la unidimensionalización, producto de un pensamiento conceptual rígido, hay que oponer el pensamiento que acepta el ambiente politeísta y la pluridimensionalidad de la existencia. Promueve una sociología comprensiva de la vida cotidiana, fundada en la sabiduría popular, en el conocimiento ordinario, en la trivialidad de la conversación de café, en ese hablar que parece no decir nada, pero que genera, sin embargo, una ayuda especial para hacerle frente al destino, al tiempo que pasa, a los sinsabores de la vida y a la misma muerte, y crea relaciones afectivas profundas y cargadas de valor. Todo esto nos obliga a hacer investigaciones distintas y complementarias.

La Matriz Epistémica

Un conocimiento de algo, sin referencia y ubicación en un estatuto epistemológico que le dé sentido y proyección, queda huérfano y resulta ininteligible; es decir, que ni siquiera sería conocimiento. En efecto, conocer es siempre aprehender un dato en una cierta función, bajo una cierta relación, en tanto significa algo dentro de una determinada estructura.

Todo el razonamiento y lógica del discurso que venimos exponiendo nos lleva a lo que frecuentemente se denomina una matriz epistémica. La matriz epistémica es el trasfondo existencial y vivencial, el mundo de vida y, a su vez, la fuente que origina y rige el modo general de conocer, propio de un determinado período histórico-cultural y ubicado también dentro de una geografía específica, y, en su esencia, consiste en el modo propio y peculiar, que tiene un grupo humano, de asignar significados a las cosas y a los eventos, es decir, en su capacidad y forma de simbolizar la realidad. En el fondo, ésta es la habilidad específica del homo sapiens, que, en la dialéctica y proceso histórico-social de cada grupo étnico, civilización o cultura, ha ido generando o estructurando su matriz epistémica.

La matriz epistémica, por consiguiente, es un sistema de condiciones del pensar, prelógico o preconceptual, generalmente inconsciente, que constituye “la misma vida” y “el modo de ser”, y que da origen a una Weltanschauung o cosmovisión, a una mentalidad e ideología específicas, a un Zeitgeist o espíritu del tiempo, a un paradigma científico, a cierto grupo de teorías y, en último término, también a un método y a unas técnicas o estrategias adecuadas para investigar la naturaleza de una realidad natural o social. En una palabra, que la verdad del discurso no está en el método, sino en la episteme que lo define.

El estilo de abordaje de esta tarea implica algo más que una interdisciplinariedad y  podría llamarse transdisciplinariedad o metadisciplinariedad, donde las distintas disciplinas están gestálticamente relacionadas unas con otras y transcendidas, en cuanto la gestalt resultante es una cualidad superior a la suma de sus partes (Martínez 2003).

Si el conocimiento se entiende como articulación de toda una estructura epistémica, nadie ni nada podrá ser eximido –llámese alumno, profesor, programa o investigación–  de afrontar los arduos problemas que presenta la epistemología crítica. Lo contrario sería convertir a nuestros alumnos en simples autómatas que hablan de memoria y repiten ideas y teorías o aplican métodos y técnicas entontecedores y hasta cretinizantes, con los cuales ciertamente colapsarán y por los cuales podrían ser arrastrados hacia el vacío cuando una vuelta de la historia, como la que presenciamos hace pocos años en los países de la Europa Oriental, mueva los fundamentos epistémicos de todo el edificio.

Desgraciadamente, ése es el destino inexorable de todo lo que se impone como dogma, aun cuando se vista con los ropajes de la ciencia.

Ciencia y Arte en el Conocimiento

Desde 1930 en adelante, Wittgenstein comenzó a cuestionar, en sus clases en la Universidad de Cambridge, sus propias ideas, y a sostener, poco a poco, una posición que llega a ser radicalmente opuesta a la de su obra anterior Tratado Lógico-Filosófico: niega que haya tal relación directa entre una palabra o proposición y un objeto; afirma que las palabras no tienen referentes directos; sostiene que los significados de las palabras o de las proposiciones se encuentran determinados por los diferentes contextos en que ellas son usadas; que los significados no tienen linderos rígidos, y que éstos están formados por el contorno y las circunstancias en que se emplean las palabras; que, consiguientemente, un nombre no puede representar o estar en lugar de una cosa y otro en lugar de otra, ya que el referente particular de un nombre se halla determinado por el modo en que el término es usado. En resumen, Wittgenstein dice que “en el lenguaje jugamos juegos con palabras” y que usamos a éstas de acuerdo con las reglas convencionales preestablecidas en cada lenguaje (Investigaciones Filosóficas, orig. 1953: 223).

Para muchos científicos, como por ejemplo Einstein, la ciencia no busca tanto el orden y la igualdad entre las cosas cuanto unos aspectos todavía más generales del mundo en  su conjunto, tales como “la simetría”, “la armonía”, “la belleza” y “la elegancia”, aun a expensas, aparentemente, de su adecuación empírica. Así es como él vio la teoría general de la relatividad. También para la mente griega la belleza tuvo siempre una significación enteramente objetiva. La belleza era verdad, constituía un carácter fundamental de la realidad. De ahí nació el famoso lema, tan significativo y usado a lo largo de la historia del pensamiento filosófico: “lo verdadero, lo bueno y lo bello convergen”.

En la misma ciencia más pura, la genialidad de Einstein ha sido ubicada, no en su inteligencia, considerada bastante normal, sino en una imaginación desbordada y muy fuera de lo común. De aquí, que él repitiera frecuentemente que “la ciencia consiste en crear teorías”, es decir, en crear modelos imaginados, estructuras teóricas, analogías, alegorías, símiles y comparaciones para representar los significados posibles de las realidades que nos circundan. Todo esto liga mucho la ciencia, como él la entendía, con el arte. Cuando Einstein, refiriéndose a la teoría cuántica, dice que “tal teoría no le gusta”, que “no le gustan sus elementos”, que “no le gustan sus implicaciones”, etc., su asistente personal de investigación lo interpreta aclarando que “su enfoque (el de Einstein) tiene algo en común con el de un artista; que ese enfoque busca la simplicidad y la belleza (...); que su método, aunque está basado en un profundo conocimiento de la física, es esencialmente estético e intuitivo (...); que, excepto por el hecho de ser el más grande de los físicos desde Newton, uno podría casi decir que él no era tanto un científico cuanto un artista de la ciencia” (Clark 1972:648-650; cursivas añadidas).

El científico está convencido de que lo que demuestra “científicamente” constituye la verdad más firme y sólida. El filósofo piensa lo mismo cuando su razonamiento es lógico e inobjetable “filosóficamente”. Y el artista cree firmemente que con su obra de arte ha captado la esencia de la compleja realidad que vive.

Bertrand Russell, considerado uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX y, quizá, de toda la historia de la humanidad, dice que “la ciencia, como persecución de la verdad, será igual, pero no superior, al arte” (1975a: 8). Y Goethe señala que el “arte es la manifestación de las leyes secretas de la naturaleza” (en Nietzsche 1973:127).

El problema principal que enfrenta actualmente la investigación en las ciencias sociales, y en general en las ciencias humanas, y su metodología, tiene un fondo esencialmente  epistemológico, pues gira en torno al concepto de “conocimiento” y de “ciencia” y la respetabilidad científica de sus productos: el conocimiento de la verdad y de las leyes de la naturaleza. De aquí, la aparición, sobre todo en la segunda parte del siglo XX, como ya señalamos, de las corrientes postmodernistas, las postestructuralistas, el construccionismo, el desconstruccionismo, la teoría crítica, el análisis del discurso, la desmetaforización del discurso y, en general, los planteamientos que formula la teoría del conocimiento.

La unión de los dos procesos investigativos, la búsqueda de lo general y universal, y la búsqueda de lo particular ordinario, ha exigido el desplazamiento de su ubicación, en el continuo Ciencia <=> Arte, desde la posición de una rigidez inadecuada para las ciencias humanas, hacia una más cercana al Arte; ha exigido un nuevo espacio bajo el concepto de “Ciencia y Arte”. Esto parece que ha sido entendido, incluso, por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas venezolano, tan centrado durante décadas en una visión netamente positivista, cuando, hace unos años, creó el Departamento de “Ciencia y Arte”.

Este espacio lo han ido tratando de ocupar, a lo largo de la segunda parte del siglo XX, las metodologías cualitativas (cada una en su propio campo y a su manera), que, especialmente en este lapso, se han ido caracterizando por su esfuerzo en poseer estas dos cualidades indispensables: ser sensibles a la complejidad de la vida humana actual, por un lado, y, al mismo tiempo, por el otro, aplicar procesos rigurosos, sistemáticos y críticos para lograr conocimientos defendibles epistemológica y metodológicamente ante la comunidad científica internacional (Martínez 2004).

Según la Neurociencia actual, nuestro sistema cognoscitivo y el afectivo no son dos sistemas totalmente separados, sino que forman un solo sistema, la estructura cognitivo-emotiva; por ello, es muy comprensible que se unan lo lógico y lo estético para darnos una vivencia total de la realidad experienciada. Esto, naturalmente, no desmiente el hecho de que predomine una vez uno y otra el otro, como constatamos en la vida y comportamiento cotidiano de las personas.

Conclusión

No estamos ante dos tipos diferentes de conocimiento, sino ante un solo proceso natural de nuestra mente, la cual comienza conociendo una realidad en toda su concreción particular (con sus diferentes variables independientes, concomitantes, intervinientes y  dependientes: conocimiento local, ordinario) y pasa, luego, a determinar lo que esa realidad posee como esencial (que la constituye como tal) y que, quizá, tiene en común o como diferente con otras realidades similares (conocimiento general y universal).

Quizá, la mejor ilustración para una conciliación de cuanto hemos expuesto sobre el conocimiento general y el particular ordinario, nos la ofrece Bertrand Russell cuando afirma que: “Hallaremos oportuno hablar sólo de cosas existentes cuando están en el tiempo, es decir, cuando podemos indicar algún tiempo en el cual existen (sin excluir la posibilidad de que existan en todo tiempo). Así, existen pensamientos y sentimientos, objetos espirituales y físicos. Pero los universales no existen en este sentido; diremos que subsisten o que tienen una esencia, donde “esencia” se opone a “existencia” como algo intemporal. Por consiguiente, el mundo de los universales puede ser definido como el mundo de la esencia. El mundo de la esencia es inalterable, rígido, exacto, delicioso para el matemático, el lógico, el constructor de sistemas metafísicos y todos los que aman la perfección más que la vida. El mundo de la existencia es fugaz, vago, sin límites precisos, sin un plan o una ordenación clara, pero contiene todos los pensamientos y los sentimientos, todos los datos de los sentidos y todos los objetos físicos, todo lo que puede hacer un bien o un mal, todo lo que representa una diferencia para el valor de la vida y del mundo. Según nuestros temperamentos, preferimos la contemplación del uno o del otro. El que no prefiramos nos parecerá probablemente una pálida sombra del que preferimos, apenas digno de ser considerado, en algún aspecto, como real. Pero la verdad es que ambos tienen el mismo derecho a nuestra imparcial atención, ambos son reales... (Russell 1975b: 89, cursivas añadidas).

En esta línea de reflexión y respondiendo un poco a la inquietud y pregunta inicial de nuestros estudiantes de pre y postgrado, diremos que un trabajo de investigación es plenamente respetable ante una comunidad científica cuando se desarrolla en forma rigurosa, sistemática y crítica, es decir, poniendo atención a los detalles, siguiendo un orden lógico (hay muchos) y previniendo y adelantándose a las posibles objeciones (autocrítica). Esta investigación podrá tener como objeto tanto el análisis y descripción de una realidad particular concreta (conocimiento local ordinario) como la identificación de lo general, universal o esencial en muchas realidades similares; pero nunca olvidemos, como nos dice la medicina actual, que “no existen enfermedades, sólo enfermos”.

Bibliografía

Aristóteles. 1973. Obras Completas. Madrid: Aguilar.

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X