Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Palacios, J. 2007. El sentido teórico en antropología. Cinta moebio 28: 72-90

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El sentido teórico en antropología

The theoretical sense in anthropology

Dr. José Palacios-Ramírez (jpalacios@pdi.ucam.edu) Universidad Católica de San Antonio Murcia (Murcia, España)

Abstract

The purpose of this work is simple and complex at the same time. Simple in the sense of being an attempt to spread out some reflections in relation to the role that plays the theory within anthropology, to determine its epistemological status, to determine, also, its value inside the anthropologic current panorama, to rethink finally its potential to generate anthropologic knowledge. A complex subject linked to its development, provided that the aim of thinking the importance of the theory inside the anthropologic knowledge involves giving expression to the mental construction of the discipline. It means an overall anthropological reflection of the different ideas or “types” of theories, its usefulness and how they work out, something that usually is of a common acceptance.

Key words: theoretical knowledge, history of anthropology, research programs, scientific status.

Resumen

La finalidad que persigue este trabajo es bastante sencilla y compleja a una misma vez. Sencilla al tratar de realizar algunas reflexiones al respecto del papel que juega la teoría dentro de la antropología, de determinar su status epistemológico, de estipular su valoración dentro del panorama antropológico actual, de pensar su potencialidad para generar conocimiento antropológico al fin y al cabo. Y compleja en lo concerniente a su desarrollo, dado que esta finalidad de pensar la importancia de la teoría dentro del conocimiento antropológico obliga a hacer expresa la propia construcción mental de la disciplina, del saber antropológico, las distintas ideas o “tipos” de teoría, de sus utilidades y funcionamientos, algo que normalmente suele darse por sentado con frecuencia.

Palabras clave: conocimiento teórico, historia de la antropología, programas investigación, status científico.

Recibido el 25 Ene 2007

Aceptado el 13 Feb 2007

Introducción

La finalidad que persigue este trabajo es bastante sencilla y compleja a una misma vez; sencilla en lo referente a su simple enunciación, pues se trata de realizar algunas reflexiones al respecto del papel que juega la teoría dentro de la Antropología, de determinar su status epistemológico, de estipular, personal y subjetivamente, su valoración dentro del panorama antropológico actual, de pensar sobre su potencialidad para generar conocimiento antropológico. Y compleja en lo concerniente a su desarrollo, dado que el pensar la importancia de la teoría dentro del conocimiento antropológico conlleva una dosis inherente de reto, pues cualquier tipo de reflexión coherente sobre este tema ha de partir del reconocimiento explícito e implícito de posicionamientos muy personales en lo que se refiere a la articulación interna del conocimiento antropológico, así como a su tan discutido “estatuto científico” o al espacio que ocupa o debería ocupar dentro de las Ciencias Sociales. Este trabajo de “reflexión teórica” me obliga a hacer expresa toda una construcción mental de la disciplina, del saber antropológico, mis visiones sobre los distintos “tipos” de teoría y las utilidades y sus funcionamientos, algo que normalmente suele “flotar” de forma “invisible” en los diferentes trabajos, en los diarios de campo e incluso en nuestra propia forma de aproximarnos a las lecturas, pero que pocas veces se hace explícito en forma de un todo coherente y visible. Por otra parte, este intento de reflexión sobre la importancia de la teoría dentro del conocimiento antropológico tiene también algo de ironía, ya que ofrece la oportunidad de responder(me), de forma extensa, a muchas de las cuestiones o comentarios que han surgido en distintos ámbitos al respecto de lo que se entendía como “un excesivo” peso de lo teórico en mis posicionamientos y, consecuentemente, en mis trabajos.

Antes de profundizar más en el desarrollo de la cuestión, parece necesario el avanzar los diferentes pasos que seguirá el desarrollo del trabajo. En primer lugar, comenzaré exponiendo mi visión particular de lo que entiendo como teoría, como voluntad y capacidad de abstracción, como nivel de conocimiento, así como mostrar la posición que esta voluntad ocupa dentro de lo que considero el núcleo duro del conocimiento antropológico (sus señas de identidad). Para continuar reflexionando sobre la interrelación existente entre dichas bases, entre las cuales se encontraría el conocimiento teórico, así como su retroalimentación con diferentes orientaciones epistemológicas. Igualmente intentaré distinguir diferentes niveles de conocimiento teórico, de forma abierta y no exclusiva, teniendo como ejemplo de trabajo un campo de generación de conocimiento y discusión antropológica que muestra la capacidad de generar conocimiento teórico de la antropología a partir de las bases de su núcleo duro (obviamente con sus luces y sombras). Me refiero al simbolismo y al interés por las clasificaciones simbólicas y los rituales, en una “mirada atrás” a los momentos que se podrían calificar como “paradigmáticos” dentro de la disciplina que aún conllevaban de forma más o menos explícita “grandes teorías” sobre la cultura y/o la sociedad.

El segundo paso de la estructura expositiva pasa a ocuparse de la “cuestión teórica” desde una perspectiva más actual y contextual, que pone en relación la importancia de la generación de teoría con debates o problemáticas relativamente localizadas en determinados contextos de desarrollo de la disciplina, en cuestiones donde el posicionamiento antropológico se encuentra con otras disciplinas; un momento en el que estas grandes teorías o no tienen prácticamente presencia si no es en forma de revival o aparecen bajo unos conceptos opuestos y proyecciones diferentes Para ello trabajaré sobre otro tipo de ejemplos expositivos que han ocupado mi interés de diversas maneras, como la mundialización, las teorías de la pobreza o la reflexión sobre el llamado momento experimental de la antropología posmoderna. Por último, terminaré intentando responder de forma explícita y reflexiva a la pregunta de cuál puede ser la importancia del conjunto teórico en el desarrollo del pensamiento antropológico a tenor del momento en el que se encuentra el panorama antropológico actual.

La teoría en el entramado científico de la antropología

Si me viera en la necesidad de suprimir todo el texto que seguirá y de elegir un trabajo etnográfico con el que sustituirlo, de manera que su lectura se acercase lo más posible a mi concepción de las potencialidades de la teoría, casi sin ninguna duda, elegiría Naven de Gregory Bateson (1990) (1). Los motivos de esta elección tienen que ver con la forma en que las decisiones y posiciones teóricas de Bateson (más allá de sus carencias empíricas) ocupan toda la etnografía de forma flexible y abierta, apoyándose alternativamente en los datos de campo y en principios epistemológicos de la antropología como la sensibilidad, el relativismo o el holismo, para autogenerarse dudas que redirigen permanentemente todo el estudio de estos ceremoniales Iatmul. De hecho, todo el desarrollo epistemológico en que se sustenta Naven, es muy interesante, pues se trata de una propuesta textual altamente estética que rompía con el paradigma descriptivo imperante, sobre todo por el potencial heurístico que contiene en sus incipientes planteamientos cibernéticos, por sus reivindicaciones sobre el potencial etnográfico de las abstracciones de detalles de carácter estructural y por una conceptuación de la cultura de un fuerte y complejo contenido dinámico, que articula con una visión estructural-funcional muy particular. Bateson lo intentará mostrar desde posicionamientos no sólo epistemológicos, sino también teóricos, basados en contraponer diferentes miradas y formas de aproximación y la utilización ecléctica y libre de conceptos tomados de las “ciencias duras”, como es el caso del equilibrio dinámico, proveniente de la química, con el que conceptúa las dinámicas de cambio cultural. Todo ello junto a un particular “equilibrio”, en el cual mantendrá un fuerte nivel de escepticismo y relativismo epistemológico respecto a sus decisiones y conclusiones, a la vez que una fuerte confianza en el potencial heurístico de principios básicos como el holismo, que conectará los naven con muchas dimensiones de su cultura a nivel cultural y social, tomando estos principios de una forma flexible, referencial y nada dogmática.

Y es que de algún modo, Bateson tanto en Naven como en sus reflexiones posteriores sobre epistemología, ciencia, cibernética, ecología o esquizofrenia (1999a, 1999b) apuntó caminos que superaban, en algunos aspectos, lo propuesto por el funcionalismo o el estructuralismo, mejor dicho entre el pragmatismo norteamericano, el funcionalismo británico (formado entre Haddon y Malinowski) y el estructuralismo francés con el que desde su idea de totalidad metaforizada en la ecología conecta (puede verse Sullivan y Rabinow 1982:108-109). De hecho, cuando en Naven propone dos miradas contrapuestas a una misma representación social (ethos y eidós), está mirando bajo una profunda visión dinámica, conectando la pervivencia o tradición con el conflicto social, la ruptura o cambio social con la solidificación de nuevas formas de tradición, costumbres nuevas pero no fuera del genio cultural Iatmul. En definitiva, Bateson está intentando ver las ceremonias de iniciación y “travestismo” Iatmul en todas sus conexiones e interacciones, intentando quebrar muchos de los dilemas epistemológicos que nos han maniatado o hecho avanzar (según se mire), porque esa diferencia entre la profundidad de lo vivido como sacramento o entendido como metáfora, también es algo que atañe a Naven. Casi siete décadas antes, está intentando trascender dualidades dicotómicas como diacronía-sincronía, cambio-pervivencia, individuo-estructura, o entre la interpretación y una sistemática no mecanicista. Pretende ver lo limitado del constructo mente/cuerpo y del exterior/interior y, sobre todo, está intentando alcanzar a ver una cultura “en vivo”, en movimiento, sin tener que detenerla en el estatuto de la idea teórica o la representación realista, ver los enlaces dinámicos entre lo social y lo cultural (un humilde intento por esta senda, ver Anta, Palacios y Jiménez 2003:56-60). De manera que en su concepción de las culturas como sistemas (des)equilibrados en sí mismos, no sólo por el contacto “exterior” difusionista (este es el juego entre cismogénesis y equilibrio dinámico) se acerca en mucho a las ideas de Levi-Strauss, a su equilibrio entre diacronía-sincronía, pese a que el énfasis de Bateson en lo emotivo lo aleje al igual que ocurre con Geertz (resulta muy interesante Boon 1990:182 y ss, Zulaika 1990).

Bateson es un ejemplo a seguir a la hora de entender el papel de la epistemología dentro de la construcción del conocimiento antropológico, no sólo en cuanto al rigor de sus reflexiones y su autocrítica, si no también por su creatividad personal a la hora de generar un permanente fluir del conocimiento teórico en los dos sentidos posibles (inductivo y deductivo) con equilibrio. Una muestra de la personal mezcla que los planteamientos teóricos de Bateson hacen de la creatividad y el rigor epistemológico, de una voluntad de generar conocimiento antropológico y la asunción del hecho de tratarse de un conocimiento personal, contingente y relativo, es la forma en que comienza su trabajo recordando una felicitación al matemático Bertrand Russell tras finalizar una conferencia: “por haber desvelado la inmensa oscuridad del tema”. Algo que habla de la actitud teórica y epistemológica que tanto me interesa en Bateson, pues desde la creatividad personal ha explorado posicionamientos teóricos que transgreden los límites de sus respectivos paradigmas antropológicos, así como lo harían autores como Van Genepp, Mauss, o Leach, ejemplos que irán apareciendo en el trascurso del texto como referencias a la intuición teórica.

Habitualmente, las discusiones académicas dentro de la antropología al respecto del status a conferir al conocimiento teórico dentro del desarrollo del pensamiento antropológico, se han movido y se mueven, al igual que la toma de opciones, dentro de un espectro relativamente amplio, esbozado hace algún tiempo ya por las reflexiones realizadas desde la filosofía de la ciencia y no tratan necesariamente de buscar un status “científico” para el saber antropológico. De esta manera, gran parte de la atención epistemológica de la disciplina se ha centrado, por ejemplo, en los llamados modelos de evolución y cambios de teoría (véase Chalmers 1989), así como en las “problemáticas” relaciones de los mecanismos de inducción/deducción, observación/generación de abstracciones, lo cual explica el énfasis de las dinámicas de corte falsacionista (véase Popper 1988) de muchos autores empeñados en contrastar los presupuestos teóricos y etnográficos de autores funcionalistas y estructuralistas, por escoger un ejemplo frecuente. Además de darse también una fuerte atención sobre el trabajo de campo y el conocimiento que éste genera, algo que pone en juego el valor de “verdad” que podría ofrecer el saber antropológico, midiéndose el “valor” de las teorías bajo nociones como la representatividad o la capacidad de generalización, en discusiones que se suelen zanjar, bien con la petición de más objetividad y cientificidad de la disciplina, bien amparándose en la preimposición de formas de conocimiento unidas de forma inherente con la pertenencia a un determinado paradigma científico-social concreto (sobre la noción de paradigma, véase Kuhn 1989) (2). Sin caer en la cuenta la mayoría de las veces en el carácter inconmensurable del conocimiento antropológico, no sólo por su base experiencial-etnográfica, sino también por sus diversos puntos de partida filosóficos, que condicionan de entrada diversas ideas de verdad.

Personalmente y siempre desde una distancia esquemática, considero especialmente interesante uno de los planteamientos que se ofrecen desde la filosofía de la ciencia: el considerar al pensamiento antropológico como un gran programa de investigación de los prefigurados por Lakatos (1983), con núcleo duro de principios regidores básicos y dos niveles contrapuestos de heurística negativa y positiva respectivamente. Apareciendo aquí como potencialmente interesante para autoaplicársela la idea batesoniana de equilibrio dinámico, que debe administrar el antropólogo entre ambos vectores heurísticos: relativismo y racionalismo. Y más importante aún en el continuo movimiento mereológico (véase Martin 1988 y Srzednicki 1984) que significa toda reflexión antropológica entre la parte y el todo, entre la etnografía concreta y la abstracción teórica. Un término teórico-conceptual el de mereología (3) que tiene para mi, si cabe, un mayor interés que el de sofisticar la concepción antropológica del holismo, dado que la orientación de la mereología dentro de su campo de conocimiento, la teoría de conjuntos, supone, del mismo modo que en el suyo lo hace la teoría fractal (véase Mandelbroot 1987), una tendencia a la complejización, pues responde a las problemáticas que había enunciado Bertrand Russell a propósito de los principios de comprensión y abstracción, planteando unos principios de inclusión transitiva, donde juega un papel el reconocimiento de la arbitrariedad, abriendo una dimensión transfinita fuertemente relacionada con la inclusión de la diversidad dentro de los conjuntos (puede verse Peña 1989:33-73). Una aportación que está relacionada también con los aportes de los estudios en cibernética de Von Neumann, tan elogiados por Bateson en el prólogo reescrito en 1958 para la reedición de Naven, donde reconoce que estos aportes daban cuerpo a muchas de las intuiciones teóricas de esta obra.

Lo que hace que considere interesante la interrelación dinámica entre esa “imagen” de la antropología como programa de investigación con los ejercicios de equilibrio dinámico, que me permita articular la exposición del importante papel que juega la intuición teórica en el pensamiento antropológico, es que ese carácter de equilibrio entre la categorización formal y la imaginación propia de la abstracción, se ve bastante bien reflejado en la dimensión empírico-formal que ofrece la mereología como metáfora explicativa. No obstante, parece necesaria una cierta aclaración de mis propios planteamientos sobre el funcionamiento del programa de investigación que sería la antropología, de las nociones que componen ese supuesto núcleo duro, del papel y el funcionamiento que cumple en ese esquema la teoría, así como algún tipo de enunciación explícita de lo que considero como conocimiento teórico y de qué diferentes niveles lo componen, para después ponerlo en relación con un posicionamiento particular de la naturaleza del conocimiento antropológico.

En primer lugar decir que la composición de ese supuesto núcleo duro del conocimiento antropológico se fundamenta en las nociones que se han conformado como un contínuum desde prácticamente sus orígenes, como direcciones sobre las que perderse, pero siempre sobre las que volver, como primeros principios de la búsqueda antropológica. Me refiero al conjunto de lo que, junto con la experiencia de campo, conforman los moldes de la llamada mirada antropológica: el relativismo, la comparación transcultural, el reconocimiento e intento de descentramiento del etnocentrismo, el holismo o una cierta sensibilidad... los pilares de este núcleo de conocimientos, de intuiciones o voluntades heurísticas que tendrían su apoyo sostenido en los dos vectores heurísticos de construcción, generación de aparataje formal a la hora de componer andamiaje categórico y conceptual para el desarrollo de la disciplina (heurística positiva). Y también de duda, de fragmentación deconstructivista y retroalimentaria de dichos crecimientos conceptuales (heurística negativa), que en muchos casos bajo su menor peso formal y mayor dosis de poiesis imaginativa, esconde una mayor fidelidad al núcleo duro como voluntad poética. La teoría, entendida como voluntad de abstracción, de generación de “conocimiento puro”, es una voluntad que se dirige en la dirección que esbozan esos puntos clave del núcleo del pensamiento antropológico, que altera en su composición las lógicas formales y categoriales, tanto como la poiesis imaginativa, la ética y las retóricas de una forma de pensamiento de herencia ilustrada y romántica, en definitiva, la antropología.

Básicamente, se podrían considerar dos niveles generales de abstracción teórico-antropológica, en una esquematización sistémica que ceda un papel importante a la elección y decisiones del antropólogo dentro de la función de creación, recreación, reutilización del pensamiento antropológico que cumple la teoría, para iluminar nuevos espacios mostrando la oscuridad de otros. Así, en un primer nivel situaría la que se encuentra, de forma casi imperceptible, en las descripciones etnográficas, en sus abstracciones explicativas “de primer grado” e incluso en las experiencias de campo, en los propios diarios, como una muestra más visible de la evidente relación implícita existente entre las decisiones teóricas y toda una concepción mental del conjunto del programa de la disciplina, que empapa incluso las formas de escritura etnográfica en su aspecto formal y poético. Algunos de los ejemplos más llamativos serían los mostrados tanto por Geertz (1997) como podrían serlo las dialogías posmodernas (véase Dwyer 1982, Crapanzano 1980).

En un segundo nivel, situaríamos un grado mayor de abstracción, más explícitamente elaborada, deslindado en dos polos entre los que oscilará la generación de conocimiento abstracto antropológico. Una polaridad marcada por la tensión entre las visiones objetivistas o relativistas del conocimiento y por tensiones entre concepciones de la cultura cercanas a la esencia o al acuerdo, marcadas por ideas del conocimiento antropológico como traducciones unívocas o equívocas que enlazaran a su vez con las opciones frente a la conmensurabilidad o inconmensurabilidad de los horizontes culturales. Y que a su vez, tendrá como contrapunto otra tensión: la optatividad entre una concepción formal, operativa y normativa y otra más abstracta, ecléctica e imaginativa, en una división que contrasta los enunciados de conocimiento teórico de las etnografías funcionalistas/estructuralistas y las de autores como Bateson, Mauss o Leach. Una optatividad sobre la que creo haber mostrado mis preferencias a favor de un conocimiento teórico menos formal y más abstracto y ecléctico, pues mi visión de la disciplina conlleva un planteamiento que contempla la acumulación de conocimiento incluyendo las dos opciones, si bien lo interesante de esta serie de dualidades son las consecuencias o preconcepciones del conocimiento científico que conllevan, por una parte, un conocimiento donde la abstracción de por sí es “mal vista” como un apego ideográfico sin relación con los hechos, y otra donde el peso excesivo de los grandes modelos teóricos han deformado los niveles de conformación de hipótesis y generación de teoría bajo una presión de repetición estética, representativa de dichos modelos, ocultando la realidad de lo que Bourdieu califica como la ilusión de transparencia (Bourdieu 1989) o lo que otros autores llamados posmodernos intuyeron, pero no supieron asumir de forma constructiva para la disciplina (uno de los más elegantes ejemplos es Boon 1990).

Uno de los principios que conformarán el núcleo duro del conocimiento antropológico es la sensibilidad, entendida como una cualidad fundamental, tanto en el trabajo etnográfico como  en la reflexión antropológica, jugando un importante papel en las decisiones de carácter teórico y metodológico que toman los antropólogos. Me refiero a una concepción radicalmente distinta de la disciplina (ciencia-no ciencia) y de su conocimiento (formal-no formal), que se obtiene desde sensibilidades diferentes (puede verse en este sentido Buxó 1995:64-75) a la hora de concebir el espacio de la estética, la retórica o la intersubjetividad. Algo que de nuevo abre una “puerta” a la conversación con el trabajo de Bateson, que en Naven (1990:17-18) habla de dos caminos: uno más cercano a la ciencia y otro más cercano al arte, para ofrecer una imagen integral de una cultura, defendiendo el ejercicio de sentido del “artista”, que deja que mucho se infiera de su énfasis sobre su búsqueda de la emocionalidad esencial de una cultura. Por supuesto, una postura de defensa a ultranza de la sensibilidad como principio básico del pensamiento antropológico parece muy complicada de mantener si no es desde una concepción interpretativa del quehacer antropológico, cuyo objeto último será siempre la búsqueda de la diversidad si hablamos de enfoques que carguen más su peso en interpretaciones culturales en clave hermenéuticas, fenomenológicas o semióticas de la cultura (pueden verse entre otros, Lisón 1983, 2000:213-232, Ricoeur 1986:203-222, Bastide 1986:191-202, Geertz 1996).

Dando por aceptada esta concepción interpretativa, sintetizada como búsqueda de sentidos culturales, me arriesgaría a afirmar que el conocimiento teórico representa buena parte de los sentidos posibles, entendidos como vectores direccionales, también como sentidos posibles dentro de las gramáticas enunciativas del conocimiento antropológico. Hasta es posible que éste represente el factor estático, el atractor de orden frente al caos (en sentido físico-matemático) que representan las múltiples y cambiantes realidades culturales, teniéndolo como intersección, a la vez que como experiencia ordenadora y como condición de posibilidad a la etnografía. Desde mi punto de vista, la teoría tiene en un nivel interno de la morfología del saber antropológico, la función de dotar de sentido, de actuar en ocasiones “como razón de ser”, como forma de generar significaciones, en definitiva, como ejercicio reflexivo que dota de una dirección -un sentido- (véase Álvarez-Munárriz 2000:153-192). Pero cabe la posibilidad de que, al margen de condicionamientos externos y paradigmáticos, lo que sitúe al conocimiento teórico en un status tan inestable dentro del pensamiento antropológico no sea una cuestión de índole epistemológica, me refiero a la increíble dificultad, debido a la propia “naturaleza” del pensar y hacer antropológico de generar esquemas, equilibrios a la hora de constituir de forma transitada y unitaria las direccionalidades inductiva y deductiva de dicho conocimiento. Quizá en parte tenga que ver con las imposiciones de las grandes escuelas teóricas (evolucionismo-funcionalismo-estructuralismo), y sobre todo, con la vieja dicotomía racionalista-empirista, que por encima de la síntesis kantiana, ha seguido en las ciencias sociales, más como un límite que como un espacio por descubrir.

Tal vez la explicación más general de las problemáticas antropológicas en torno a la viabilidad del conocimiento teórico tiene algunas de sus raíces en su herencia ilustrada. Esta explicación puede verse a la luz de la abundante confusión entre imagen y concepto, la categorización y la abstracción, algo cercano a los confusos juegos que se escondían tras las obras de Magritte o Escher (véase Foucault 1999c, 1999a:13-25) e incluso tras algún cuento de Jorge Luis Borges. También daría algunas claves la segregación inflexible que, en muchos casos, se da entre el conocimiento formal y la poiesis, los recursos retóricos, lo que constituye de alguna forma la negación de la creatividad en el desarrollo del conocimiento teórico, sencillamente clasificando estas nociones como ejercicios de autoría o narratividad cuando se muestran al margen de determinadas pautas formales. Mientras que otra gran parte de estos dilemas tiene también mucho que ver con la situación contextual de la actual antropología, de manera que, el emergente dominio de una razón práctica, vaciada en “teoría”, de valor moral, tiende a una evidente negación del conocimiento teórico de la antropología, primando ahora, de forma preocupante en casos como España, la utilidad práctica (una curiosa situación antitética sobre la cual se puede ver en Anta-Félez 1999:253-258). Es un proceso de desplazamiento que se opone radicalmente a lo que yo podría entender como núcleo del saber antropológico, así como a su primer principio fundamental, pensar, conocer la diversidad de lo humano: pensar, conocer, traducir.

En cualquier caso, es esta tendencia pragmática la que tiende, incluso borrando en sus lecturas la heurística y la creatividad de autores funcionalistas o estructuralistas (recuérdese el deseo de complejidad inteligible de Levi-Strauss 2002:359), ofreciendo sólo sus categorizaciones y conceptualizaciones formales, a negar otras concepciones antropológicas y no viceversa. Desde una concepción acumulativa del conocimiento antropológico, no cabe la posibilidad de negar otras opciones de conocimiento, algo parecido a lo que Gadamer (1997:76) llama la dihairisis platónica y el silogismo aristotélico, su obviar el ikanon socrático como principio para seguir pensando, constituyendo dos importantes fuentes de conocimiento antropológico, dado que el iluminar determinados espacios de conocimiento o el mostrar la oscuridad de otros tiene la misma “validez”. El verdadero problema dentro del desarrollo del conjunto del pensamiento antropológico es la elección de una opción pasiva, que no sueña con “avanzar” en ninguna dirección, reservando sus esfuerzos a la intervención aplicatoria, o sencillamente contentándose con coleccionar etnografías, olvidando esa fascinación antropológica que existe frente a la extraña magia de señalar y nombrar. Por otra parte, esta tendencia tan exitosa en la actualidad olvida también, y aquí continuo con Gadamer (1997: 122 y ss), el carácter de methesis -en un sentido cuasi comunitario- de la teoría, la razón de ser misma de la búsqueda antropológica, la chispa de su conocimiento y su voluntad de continuidad, lo que bajo el nombre de theoría Gadamer llamaría en un sentido “clásico” la inmediatez de la contemplación, por así decirlo, quedar absorto en el “ahí de lo contemplado”, el nous como esencia, fin y principio de la theoría.

Algunos de los desarrollos teóricos más potentes en antropología, por su validez y por su operatividad mucho tiempo después, se han dado en clasificaciones simbólicas, en análisis de rituales (en esta línea puede verse Giobellina-Brumana 1990). Además, esta capacidad “paradigmática”, representativa de la reflexión antropológica sobre lo simbólico, no se circunscribe a este nivel del conocimiento, también se extiende a las dinámicas heurísticas de este campo de conocimiento antropológico y a su fiel reflejo de los principios de la heurística en su búsqueda de sentidos. De manera que el aspecto más interesante del análisis simbólico y su relación con el conocimiento teórico es quizá lo absoluto de sus límites, lo difícil que es establecer un pasado y un presente bien diferenciado en el pensamiento antropológico, tanto en su nivel meta-antropológico como en desarrollos etnográficos concretos. A lo que hay que añadir que, en muchas ocasiones, la retroalimentación necesaria para nuevos desarrollos ha provenido de rescatar teorías o trabajos clasificados como olvidados y también el que los primeros desarrollos de Mauss y sus intuiciones conceptuales, o las intuiciones etnográficas de Van Gennep, siguen teniendo una importante vigencia, sobre todo una importante potencialidad a futuro, que se solapa en sus espacios vacíos con otros desarrollos interesantes en sus intuiciones, como Bateson o Leach, e incluso se contraponen con otros más lejanos como los de Levi-Strauss y Sperber (1988). Constituyéndose así entre la teoría antropológica y el análisis simbólico una interesante analogía, así como entre los propios desarrollos teórico-simbólicos (un ejemplo brillante es el trabajo de Moore 1980:207-218, sobre Walt Disney World como centro de peregrinación, en el cual mezcla de forma muy creativa, posicionamientos y desarrollos de Bateson y Van Gennep, en un interesante entrecruzamiento de aproximaciones de tendencia social y cultural).

En este sentido, las aportaciones de Mauss y Van Gennep son muy interesantes y significativas, cada una de ellas en un sentido diferente. En el caso de Mauss, sería significativa por sus intuiciones conceptuales, aunque en ciertos aspectos puedan parecer algo contradictorias, como es el caso de los hechos sociales totales y la concepción del hombre total (1991). Aún así las líneas que proyecta Mauss y que luego recogerá Levi-Strauss sobre la presencia y “reflejo” de lo simbólico-cultural en la realidad material-social están aun por superar. E incluso creo que podría resultar interesante el buscar las conexiones entre los planteamientos de dinámica socio-cultural que trabaja Mauss bajo el concepto de causación circular y las nociones batesonianas como cismogénesis (1991: 198), conteniendo sus trabajos ejercicios de equilibrio entre realidades etnográficas y distinción teórica, aún muy lejos del énfasis en la construcción sencillamente teórico-ideográfica de autores como Luhmann (1997) y su trabajo sobre la teoría de sistemas autoreferenciales y el análisis social. De cualquier forma, como señala Giobellina-Brumana (1990:32-33, 2004) y ejemplifica en sus propios trabajos (Giobellina-Brumana y González-Martínez 2001), lo más atractivo del trabajo de Marcel Mauss y su relación con el conocimiento teórico, es lo que se podría considerar como una sensibilidad maussiana, entendida como una demarché, su búsqueda del sentido de las representaciones colectivas, no de ningún tipo de superposición, sino de sus condiciones ontológicas y sensibles de posibilidad, su interés por los márgenes, su perspectiva integral de la cultura como ejercicio social. De la misma manera que su creatividad intuitiva en la abstracción, que recogerá Levi-Strauss (2002), pero que no llegará a desarrollar, cargando sus esfuerzos en la apertura de categorizaciones analíticas, como planteamiento intermedio entre lo singular y lo general, y que tan bien asimilaría Leach (1989) en el precepto de que la labor de la antropología es desvelar órdenes.

En cambio, la potencialidad teórica que se puede inferir en el trabajo de Van Gennep (1983) es de un carácter distinto en cuanto a su direccionalidad. Y es que en sus reflexiones etnográficas sobre los ritos de paso, concurre algo muy cercano a lo que se podría entender como un incipiente “equilibrio” que luego se desvanecería con la solidificación de las propuestas estructuralistas o funcionalistas y sus respectivas perspectivas en clave de equilibrio o conflicto sobre el cambio social, y el papel de los rituales como dispositivo en el cual estos se inscriben y viceversa. En el caso de este autor sí que existe una fuerte idea de lo social inscrita en el desarrollo de su etnografía, si bien se podría considerar un magnífico ejemplo del nivel de teoría implícito e invisible, inscrito entre la etnografía de forma orientadora, potencial (véase Giobellina-Brumana 1990:120-125). La cuestión es que Van Gennep parece haber olvidado la opción de la categorización formal, optando por una abstracción abierta, semi-flexible, que juega a la “experimentalidad” comparativa y sintética. Así, el único freno para su desarrollo teórico vendrá del excesivo peso que, en los análisis funcionalistas, sobre todo la Escuela de Manchester (véase Gluckman 1978), se dará al nivel de análisis social, obviando la retroalimentación “cibernética” que se da entre éste (discontinuidad, sincronía, entropía) y el nivel cultural (continuidad, concordancia, diacronía). Lo que creará las condiciones para que autores como Mary Douglas o Víctor Turner, busquen las líneas de fuga de una encrucijada categorial en “una mirada hacia atrás” y con una buena dosis de creatividad teórica, bien a través de los acercamientos de Turner a posicionamientos similares en ciertos aspectos, pero alejados a los de Bateson o Leach (véase su capítulo sobre Mukanda, el rito de circuncisión ndembu, en Turner 1999:168-311), bien en el intento de Mary Douglas (1991) buscando en nociones como la pureza/impureza algún tipo de sistema clasificatorio transversal que se superponga sobre las clasificaciones levistraussianas. Dándose con todo esto una serie de desplazamientos teóricos entre estructuralismo y funcionalismo de gran contenido heurístico, en un proceso de desgastamiento que no creo que haya repetido la visión integrada y personal de rituales que se da en Van Gennep o en Mauss hasta llegar a la descripción densa por parte de Geertz de la pelea de gallos balinesa (1996:339-372).

Igualmente, este desarrollo se podría complejizar añadiendo la “invención” de nuevas salidas a callejones sin salida, nuevas reatroalimentaciones de desarrollo de teorías “clásicas” más o menos reconocidas, situándose las distintas aportaciones de conocimiento generativo y la pretensión de abstracción teórica en posturas más cercanas a la voluntad de holismo, más dinámicas y creativas, o a la categorización y zonificación sistémica de dichas abstracciones. Y es que de algún modo, en las similitudes y distancias entre ellos y sus ideas, se sitúa mucho del espacio que habría que recuperar para la generación de conocimiento teórico esencialmente antropológico. Mauss con su intuición de que la búsqueda de grandes principios culturales, como la reciprocidad o lo sagrado, marca en buena parte la proyección y estructura de los ejercicios sociales, no sólo a nivel “ritual”, que tanto interesaría luego a los funcionalistas británicos más pendientes del aporte de Durkheim, sino también en los espacios más puramente cotidianos, conectando la constitución del individuo con el abstracto cultural. Y Van Gennep, tras la intuición de que los principios y procesos vitales más elementales, repetitivos y universales, construidos y constitutivos socialmente de forma altamente ritualizada, había confirmado con el paso del tiempo, el marco de posibilidad referencial de dichas sociedades. En realidad, ninguno de los dos explotó el grandísimo potencial de su propuesta teórica, de sus imponentes intuiciones de la cultura y de la sociedad que, paradójicamente, se cruzan y alejan entre sí como estructuralmente opuestas.

Viejos problemas, nuevas problemáticas: los enfoques teóricos

La voluntad de ofrecer una perspectiva de mayor carácter sincrónico, que ofrezca las encrucijadas en las que la abstracción teórica parece encontrarse en el panorama actual, así como mis decisiones particulares y mis deseos al respecto, han hecho que los ejemplos argumentales que he escogido estén relacionados con intereses de investigación personales, pese a que, evidentemente, éstos tienen entronques “paradigmáticos” y contextuales con el actual momento de la disciplina. Un panorama que, esbozado de forma bastante general, cumple bien con ciertas concepciones de lo que debería ser el conocimiento teórico dentro de la disciplina, como sería un fuerte énfasis metodológico contrapuesto a un mínimo interés por cuestiones epistemológicas que lo dota de un fuerte contenido de repetición en aportes y enfoques, frente a concepciones antimetafóricas de alto sentido estético-político, ofreciendo una visión de la disciplina en confusa discusión.

Yo mismo estaría dispuesto a defender la idea de que el conocimiento antropológico tiene mucho de personal y de autoreferencial, y que, consecuentemente, es inútil el conceptuar de forma aislada el conocimiento etnográfico que sirve de base para la empresa antropológica, de las decisiones y sensibilidades del antropólogo en los niveles epistemológicos y teóricos. No tanto porque esta visión reificante conduzca a especialidades ruinosas (Panoff y Panoff 1975:79-83), sino porque la negación de dicha autoreferencialidad inherente al pensamiento antropológico le roba gran parte de capacidad poiética, de la interacción dinámica entre sus fundamentos, esclerotizando la oportunidad de “soñar” nuevos caminos, temas o salidas a viejos dilemas, enterrando todo esto bajo la apariencia formal de acercar la disciplina a un conocimiento objetivo, científico de lo social como objeto de estudio, algo que nunca estuvo entre las pretensiones que me acercaron a la antropología. En cualquier caso, tras lo que se anunció como “crisis posmoderna” (aunque también se ha considerado una gran revolución para seguir igual) parece como si los antropólogos, algo desconcertados por la imposibilidad de ofrecer una respuesta sólida a las peticiones por parte de la maquinaria académica neopositivista, de metodologías y principios bien definidos, palpables, medibles, (Nuttini 1975:353-371), hubiesen optado por la opción más sencilla, en un ejercicio de simulación de principios de la navaja occamniana, adoptando modelos metodológicos de la llamada etnociencia, basados en “protocolos” y “diseños de investigación” hiper-explícitos, que a simple vista hacen plantearse la necesidad de “ir al campo” a buscar información, si ya se conoce tanto y tan predecible sobre lo que se califica como objeto de estudio. Los que no han entrado por ese camino han “podido” elegir entre el estéril debate y repetición acrítica de clichés, temas y debates de corte “neo” sobre las bases, aún imperantes en muchos espacios, del reinado estructuralista o funcionalista, y una “nueva antropología aplicada” que es obligatorio entrecomillar, debido a que el simple hecho de utilizar la metodología etnográfica no asegura el estar haciendo antropología. Algo más allá se encuentran las estéticas posmodernas y su “descontrolada” creatividad, así como los “paradigmas” de las teorías de la acción, posiciones que tienen muchas cosas que ofrecer, pero con un preocupante vacío en la generación de conocimiento teórico sólido, no tanto en sus textos fundadores, realmente prometedores, sino más bien en los confiados seguidores del estilo a nivel general.

El caso es que no creo que la creciente hegemonización de esta opción antropológica (formalista) encierre tan sólo una lectura que empiece y termine con la afirmación de  encontrarnos ante un “momento disciplinar” inductivista, ya que sería negar las condiciones de posibilidad, que no la seguridad del orden formal, ni otras herramientas metodológicas de las bases clásicas del conocimiento etnográfico (véase González-Echeverría 1987). Y lo que parece menos apropiado aún es el caer en la confusión de que estas configuraciones hiper-formales del conocimiento antropológico estén, sencillamente por su “estética formal”, a la altura de aportaciones como las de estructuralismo o el funcionalismo, por más que éstos se sigan reivindicando como antepasados legitimadores por afirmación o negación. No se trata de jugar a la descalificación de los posicionamientos como forma de autoreafirmación, ni de que sea incapaz de encontrar aspectos positivos en las aportaciones de la etnociencia o de otras tendencias, que han aportado interesantes conceptos y sistematizaciones heurísticas dentro de la metodología etnográfica (de hecho desde la propia etnociencia se ha defendido el carácter autoreferencial de la antropología. Werner y Schoppfle 1985:113). Lo único que aquí intento mostrar es que, en el momento actual de la disciplina y debido al fuerte énfasis del aspecto formal del conocimiento teórico, se están cayendo en algunas confusiones improcedentes para el crecimiento cualitativo del pensar antropológico, principalmente en el descrédito casi automático de todo lo que pueda “oler” a “gran teoría” sobre lo social o lo cultural.

A mi parecer, la principal confusión consiste en no distinguir bien el carácter experimental (entendido en un sentido muy amplio) de la disciplina, así como de sus herramientas epistemológicas, de un hálito de cientificidad que desde hace mucho tiempo parece empujar a la disciplina a la búsqueda de una especie de estatuto científico, que legitime sus conocimientos. En este sentido, considero que un magnífico ejemplo antecedente de las problemáticas que encierra esta confusión, es el trabajo de Oscar Lewis (1986:15-64), particularmente iluminador de esta paradoja, porque tanto en sus intentos de poner en jaque las conclusiones de Redfield sobre el continuum folk-urbano en Tepoztlan (1986:65-88), como en sus intentos por aprehender lo que luego llamaría subcultura de la pobreza (1959, 1965). Lewis hizo acopio de un interesantísimo conjunto de aportaciones experimentales en el desarrollo de su trabajo de campo y en su forma de aunar los datos, ofreciendo las historias de la familia Sánchez de forma excelente, contraponiendo sus narraciones, mostrando el potencial de las historias de vida en la antropología mucho antes que nadie (Pujadas 1995, Buechler y Buechler 1999:243-264, Godard y Cabanes 1996). Para a su vez, “empeñarse” en esclerotizar la calidad y la cantidad de sus datos en la enunciación de una teoría de la subcultura de la pobreza que negaba la multidimensionalidad de dicho hecho social y que, al fin y al cabo, presentaba la pobreza de forma reificada, como un proceso estructural de carácter unidimensional, en cuya solidificación perdió de vista el carácter construido de los valores culturales en los cuales dicha entelequia se soporta, así como las estrategias de reinterpretación de la gente que la vive (de forma más amplia y pormenorizada puede verse, Anta-Félez 1998:47-74). Aún hoy es innegable el potencial heurístico que encierran los trabajos de Lewis sobre la pobreza, en especial si sus patrones se aplicaran a segmentos socioeconómicos fuera de lo que los discursos sociales presuponen como pobreza, como puede ser determinadas tipologías de barrios de clase media-baja (véanse Maché 2002a, 2002b, Palacios-Ramírez 2003b:55-69). Y es que esta paradoja respecto al trabajo de Lewis explica mucho de lo que actualmente pasa con los conceptos sobre la teoría, en especial con ciertos tipos de construcción teórica de mayor elevación en sus pretensiones. Por una parte, cuando se trata de generar algo nuevo, se piensa antes en un nuevo “approach” metodológico (un nuevo diseño que aúne de forma mixta aportes cuantitativos y cualitativos con un enfoque comprensivista….), sin pensar en generar un reenfoque o reconstitución epistemológico (consciente) de lo que conlleva tanto el enfoque como la realidad de estudio, tanto si ésta es “nueva” como “clásica”. Y, por último, las nuevas aportaciones teóricas son tachadas sin pudor de “literatura”, mientras se utiliza y reutiliza de forma manida y repetitiva viejos aportes, además de forma poco fiel, consciente, creativa y profunda.

Seguramente otro fiel reflejo de la “confusión” entre la experimentalidad de la disciplina y el supuesto estatuto de legitimidad científica de sus conocimientos, es el extraño desconcierto que la eclosión de un supuesto nuevo tema clave, como la llamada globalización, ha causado en el desarrollo actual de la disciplina. Primero porque curiosamente la emergencia de este tema ha hecho que se dude de la capacidad de las herramientas clásicas para decir algo al respecto, a menos que el etnógrafo se desplazara a realizar trabajo de campo a los parquets de bolsa, a grandes aeropuertos o a hechos culturales de representación masiva, algo que en este caso no deja de ser extraño, puesto que creo firmemente que los principios del conocimiento etnográfico y antropológico cumplen bastante bien las necesidades de este supuesto “nuevo momento cultural”. Segundo, parece que esa sensación de desconcierto ha dado lugar a que algunos autores se den prisa en ensayar la constitución de nuevas agendas, que sentarán los principios y direcciones de reflexión en los que, en teoría, derivará el pensamiento antropológico ante esta “nueva dinámica”, si bien es reseñable la diferencia de perspectiva al respecto del método etnográfico, entre quienes han optado por solventar estas nuevas agendas desde nuevas conformaciones teóricas y quienes lo han hecho desde las múltiples aproximaciones de campo y han intuido la necesidad de concebir cambios en la generación de teoría cultural (véase, por ejemplo, García Canclini 2000, Hannerz 1998, respectivamente). El doble problema derivado es que quienes han optado por aproximaciones innovadoras, que seguramente recogen nuevas tendencias teóricas al respecto con altos niveles de abstracción al respecto de la cultura, la etnicidad o el cambio social, parecen deslumbrados por los grandes escaparates culturales de la globalidad, algo así como invadidos por la intuición de que paradójicamente la llamada globalidad se encuentra muy alejada de la cotidianeidad y, consecuentemente, del método etnográfico en su concepción tradicional. Mientras que, por otra parte, los que han preferido mantener la fidelidad al método etnográfico, encuentran un abismo entre sus realidades etnográficas y cualquier tipo de abstracción teórica que puedan generar y esto es algo que creo relativamente fácil de reconocer en la mayoría de la bibliografía sobre el tema y que seguramente tiene una relación con la hegemonía de las concepciones hiper-formalistas en las construcciones teóricas (un ejemplo puede ser Nash 2001). Lo que tienen en común ambas formas es una tendencia generalizada al vacío epistemológico, sobre todo si se trata de que estos planteamientos que, a priori, sería lo primero a regenerar ante un tema tan supuestamente novedoso, se refleja en construcciones teóricas de empaque a partir de los cuales se daría continuidad a esas agendas. El vacío en esta cuestión hace que las agendas se queden simplemente en agendas y que sus propuestas, tanto en su conjunto como por grupos de interés-visión, no tengan excesiva congruencia o profundidad.

Sin embargo, si uno atiende a la cartografía primigenia del conocimiento y la heurística antropológica como el núcleo duro de esta disciplina, esto se torna inexplicable, dado que lo que ahora se presentan como nuevos temas, no están muy alejados de la heurística que aparece implícita en las monografías más clásicas. Es más, parece obvio que la llamada globalización, conceptuada de forma procesual, de largo alcance, ha estado siempre presente en las etnografías, desde Los argonautas del pacífico sur (Malinowski 1975) hasta el día de hoy. Además, al margen de las grandes representaciones culturales, así como de los grandes procesos económicos o socio-culturales, dicha globalización ha de tener una presencia en las formas de vida concretas, particulares, de las cuales la antropología siempre se ha ocupado, lo cual dota a la antropología, en su acepción clásica, de un énfasis importante en la actividad, que entronca con el carácter ontológicamente político de su conocimiento (véase Tassin 1992:429-443). Aún así, es cierto que se han dado intentos interesantes en la dirección antropológica y referentes a la conceptuación y el status de la teoría, como puede ser el trabajo de Michael Taussigg (1995, puede verse también Jenkins 1996:807-822) y su personal adaptación del pensamiento de Benjamín a la reflexión antropológica. Se da la coincidencia de que pareciese como si la generación de conocimiento abstracto-teórico debiese de estar muy alejada de los etnógrafos a “pie de campo”, reservada a grandes teóricos que hubiesen de generar grandes patrones teóricos, en este caso campos heurísticos de referencia en forma de agendas, mientras sus discípulos dedican su capacidad creativa en todo caso a “resolver” problemáticas empíricas, lo cual no deja de recordarme, con la excepción de la tendencia actual a la aplicación, a los primeros pasos de la disciplina (puede verse Stocking 1983:70-120), como si el desarrollo hubiese conducido de nuevo al comienzo, toda vez que parece impensable la labor generativa para avanzar y las miradas al pasado son excesivamente formales y estáticas.

Una perspectiva ésta ciertamente preocupante, dado que lleva de forma casi inevitable a una  complicada encrucijada: bien a un conocimiento teórico estéril por su “elevación”, lejano casi a cualquier realidad que se nos pueda ocurrir, bien a desarrollos etnográficos que niegan en sí mismos la posibilidad de generar cualquier abstracción, sintética o complejizante. De forma que acaban limitándose al simple “informe”, desnuclearizando y descomponiendo el conocimiento antropológico en esferas teóricas y prácticas, cuyo desdoblamiento considero antitético a otras antropologías plausibles, como podrían ser aproximaciones fenomenológicas a realidades locales concretas, o que buscasen la proyección global, poniendo de nuevo en circulación el interesante nexo entre lo social y lo cultural que tanto aprecio en la figura de Bateson, Leach, Van Gennep o Turner (en este mismo sentido puede resultar interesante, Alund 1995:311-322). Tal vez la principal paradoja del “encuentro” de la antropología con la “globalidad” y también del momento actual de la disciplina, es la aparente pérdida de memoria, como demuestra el hecho de que en el desarrollo de las “nuevas agendas” se haya pasado por alto las potencialidades de un concepto de origen antropológico, como es el de red (exceptuando Adler 1982:51-74, 1985, 1988:42-52, 2002:63-80), cuya aplicación parece dirigirse en otras direcciones. Un olvido éste que se hace mucho más evidente si tenemos en cuenta que desde la geografía humana, en concreto desde desarrollos ligados a las teorías de la mundialización, de origen principalmente francés, sí parece haberse caído en la cuenta del potencial heurístico del concepto de red para dar cuenta de los fenómenos globales (véanse Dollfus 1995:270-280, 1997, Lacour 1996:25-48). Un concepto éste de red que se halla implícito en los análisis funcionalistas de forma metafórica desde Radcliffe-Brown (1974), hasta los trabajos de la Escuela de Manchester en África, como bien “recuerda” Molina (2001:16-36, y también a su manera Vincent 1986:99-114). Y es que es esta acepción metafórica la que esconde su mayor potencial frente a los hechos globales, debido a su énfasis en la conceptuación relacional de la estructura social, algo que ha sido bastante bien complementado por los desarrollos cibernéticos, aportando nociones como nodo, conectividad, densidad, direccionalidad o rango, cuya potencialidad, si no se les dota de la profundidad interpretativa propia de una concepción hermenéutica se torna altamente inoperativa frente al rápido desenvolvimiento de los hechos y la multiplicidad de niveles de análisis que una supuesta antropología de la globalidad puede pretender (he intentado mantener este enfoque en Palacios-Ramírez 2003a:113-125). En cierta manera, atrapar esa complejidad múltiple y dinámica era el principal interés en un estudio que tenía por temática etnográfica dentro del marco teórico de la mundialización, el cultivo del café en un pueblo mexicano y el de olivar en una provincia andaluza. En mi caso, lo más complicado era intentar mantener un cierto equilibrio entre mis ideas sistémicas, cercanas a posicionamientos cibernéticos de la realidad social (dentro del enfoque económico-político escogido) y mi intención de dotar al trabajo de una cierta profundidad simbólica cultural, de forma que los límites local/global o material/simbólico se vieran relativizados (Palacios-Ramírez 2006).

Algo muy similar, por la sensación de agotamiento de los caminos teóricos, ocurre en otros  campos de estudio, como la antropología simbólica y las construcciones binarias (Díaz-Cruz 1991:3-12), donde debido a la falta de flexibilidad con la que se conciben, algunos autores comienzan a ver un escollo para el desarrollo del potencial antropológico en la búsqueda de sentidos. Igual sucede con la pretensión del holismo que en lugar de tender a entenderse como un interés global que refuerza el carácter autoexpresivo del conocimiento antropológico (véase Krotz 1991:54-55 o Geertz 1984), es contemplado por otros autores como una constricción que pone en duda la oportunidad de entender a las rupturas, contradicciones o perspectivas múltiples (García Canclini 1991:59-60), lo cual seguramente debe tener alguna relación con una concepción excesivamente formal, rígida del holismo, necesaria para tener elementos frente a los que realizar contraposiciones supuestamente rupturalistas que olvidan que, como señala Kaplan y Manners (1975:65-66, puede verse también Lewis 1986:65-88), si el conocimiento antropológico tiene algún tipo de objetividad esta se debe a la permanente puesta a prueba dentro de la academia de diferentes ideas y posturas. Por no tener en cuenta que en la base de la concepción holista del conocimiento antropológico, se hallan mecanismos básicos de indudable potencial, como es “la representatividad” de los casos (véase Gluckman 1975:141-163) afirmativos o negativos, generales o excepcionales, aunque es cierto que estos procesos heurísticos sólo tienen sentido si se entiende que las relaciones de las ciencias sociales con las ciencias naturales, como señala Leach (1975a:167) tan sólo pueden fundamentarse en la analogía y no en la homología.

De cualquier modo, dudo mucho que desde la perspectiva que impera en la actualidad en el panorama antropológico, de búsqueda de legitimidad científica y de un afán hiper-formalista, puedan caber las ideas al respecto de la teoría que aquí intento proponer, ya que resultarán chocantes para con las rígidas separaciones que ahora se suponen “naturales” entre la descripción y la explicación, en una nueva falta de memoria sobre los primeros principios epistemológicos de la antropología (véase Beattie 1975:293-305). Y creo que estos mismos principios de rigidez formal, de ausencia de distancia interpretativa en los conceptos y en las abstracciones teóricas, son los que no permiten apreciar algunos de los numerosos aspectos positivos de las teorizaciones “posmodernas”, que pese a la direccionalidad “negativa” de muchas de sus teorías, contienen interesantes trasfondos teóricos, como es el caso de Clifford (1999) al respecto de conceptuaciones dinámicas de la cultura, cuya atención a los procesos impuros, ingobernables de invención colectiva, contienen tanto potencial de conocimiento antropológico como cualquier otra teoría cuya dirección sea iluminar antiguos problemas y/o viejos dilemas, con la excepcionalidad de que además, su naturaleza abierta y ecléctica parte desde el principio básico de concebir de forma simultánea diversas posibilidades, permitiendo metanarrativas de tensión etnográfica no resuelta, disyuntivas y conjuntivas, sin problemas de coherencia (Clifford 1995, y también Hutnyk 1998:339-378). Sin duda, el mayor aporte de este tipo de antropología (post) y el menos reconocido, es buscar otra población histórica (Geertz dixit) para los conceptos, otros ascendentes antropológicos y otros ascendentes filosóficos (por ejemplo, véase Vattimo 2000). El problema vendrá cuando casi todo el énfasis se quedó en la representación, en el texto como morfología epistemológico-política.

En este sentido al margen de discusiones académicas y de retóricas de contraposición, no parece que deban existir dudas en lo que concierne a la legitimidad de las propuestas meta-antropológicas de la llamada antropología postmoderna, con todos sus pros y sus contras. En realidad, la hiper-narratividad etnográfica de la antropología postmoderna, en su afán por mostrar el encuentro cultural como momento emergente, social, inserto en la contextualización dinámica (cultural) que les sirve de principio, trata sencillamente de generar el descentramiento de los modelos estéticos formalistas preponderantes hasta el momento, por lo que casi siempre optarán por conformaciones etnográficas de contraposición, por perspectivas sincrónicas y la defensa del valor teórico y heurístico de las excepciones (por la recuperación de autores “olvidados”). La cuestión radica en el intentar definir el papel del conocimiento teórico dentro del esquema de reconocimiento de la antropología, hasta qué punto lo que de forma muy llamativa se ha calificado como momento experimental en la etnografía, aporta realmente muchas más proposiciones novedosas de las aportaciones teóricas que recogen y recrean, y cuál es el sentido y el margen de descalificación académica de la aportación de la antropología postmoderna al programa de investigación, para lo cual habrá de tener también en cuenta incluso sus posibles confusiones e intentos de ruptura.

A estas alturas no tendría sentido el negar una cierta empatía personal hacia los posicionamientos de las propuestas posmodernas, hacia sus conceptuaciones dinámicas de la cultura, incluso hacia su gusto por la discontinuidad y la excepción. Si bien no comparto completamente por reducida, su noción de la cultura o sus modelos algo pobres en lo social. Considero que la defensa de la antropología posmoderna de una teoría cultural cuya metáfora sería la venta de garaje como expresión de categorías abiertas y fluidas (véase Rosaldo 1991), es bastante positiva en lo que se refiere al esbozo y a la aceptación de futuras vías de pensamiento antropológico, ya que pese a que su aportación no es totalmente novedosa, sí que creo que su recuperación y recreación del collage levistraussiano (Levi-Strauss 2002:35-53) es una opción mucho más preferible al estandarismo dogmático del formalismo aplicado al que se contraponen, e incluso a la sobre-valoración metodológica en donde incurren tendencias como la etnometodología, si bien está claro que su capacidad de aprehensión es parcial no total, pero totalizante en su voluntad. Lo raramente curioso de las propuestas posmodernas, es que focalizarán una dosis importante de su esfuerzo en proponer como “alternativa” a los grandes discursos de la modernidad, es decir, a las abstracciones formales de estructuralismo o funcionalismo mayormente, un énfasis en la narratividad que puede resultar interesante por su capacidad holística, su énfasis relacional y su tendencia a la integrabilidad, apoyada en ejercicios intersubjetivos (su tendencia a la dialogía).

Habría que añadir, que éstas constituían un ensayo de avanzar en los ejercicios antropológicos de reflexividad intentado, objetivamente, construir de otro modo los límites entre la teoría y la práctica, que tanto interesaba a otras tendencias resaltar (como en el fondo es también la voluntad, opuesta en el “como” de gente como Bourdieu 1991, 2003:281-294), intentando desde una posición porqué no decirlo, cercana al ironismo subjetivista, reclamar la importancia de hablar (y también pensar, por supuesto) por uno mismo (véase Couldry 1996:315-336). Sin embargo, los mismos autores posmodernos que pretenden firmemente mostrar las prácticas retóricas que se esconden tras la elaboración textual de las etnografías clásicas, y de cualquier etnografía, incluso de las suyas propias como ya reconocería Rabinow (1991:321-336), como parte de un interés que forma parte del momento experimental (véase Clifford 1991:25-60, Marcus y Cushman 1982:25-69), serán quienes coadyuvarán a fortalecer la separación entre las propuestas teóricas, epistemológicas o metodológicas, en lo que rápidamente se extenderá bajo la denominación de autoría (véase Geertz 1997). Entendiéndose ésta como una serie de recursos estéticos y narrativos de escritura cuya finalidad última será reforzar la subjetividad del autor, su reivindicación del “yo estuve allí”. Este concepto de autoría se puede calificar cuando menos de contradictorio, quiero decir, ¿cómo es posible que primero se proponga un momento experimental que pretende dar la voz a la creatividad y al reconocimiento de la subjetividad del antropólogo como hermeneuta, reflotando una línea de pensamiento antropológico que parecía olvidada desde los años treinta, para después legitimar una radical diferencia entre la propuesta de miradas y sensibilidades en la composición del análisis, la proyección de éstas a nivel meta-antropológica y su reflejo en las técnicas de escritura? ¿Acaso esto no es lo más cercano que se podría hacer a reforzar la discursividad de la objetividad científica que supuestamente se quería atacar? Por no hablar de lo que esto significa para las teorías filosóficas de sesgo relativista, cuyo énfasis consiste precisamente en poner en solfa los discursos de la modernidad en torno a la objetividad, la verdad o el sujeto (véanse Richir 1992:429-443, Derrida 1992:37-69, 1978, Foucault 1999a) y en las en cuales las teorías de esta tendencia se apoyaban en su búsqueda de nuevas nociones de análisis.

Ésta es la principal debilidad de las aportaciones del momento postmoderno, su flaco favor a la legitimidad de una noción de conocimiento abstracto-teórico que considero esencial en este momento. Si bien la llamada antropología postmoderna ha sido capaz de reconocer el valor intrínseco de la experiencia de campo en la constitución del conocimiento antropológico, no ha ocurrido lo mismo en lo que respecta a la relación de ésta con la sensibilidad y las estéticas, al carácter intuitivo, heurístico de las formas de escritura, como el texto final expresa de forma más o menos implícita todo un conjunto de decisiones, intuiciones y direccionalidades teóricas que, así vistas, quedan en mezquinos mecanismos retóricos de escritura/verdad. La antropología posmoderna parece haber reconocido el valor heurístico de los diarios de campo (Rabinow 1992), pero no se ha percatado del valor de su escritura como reflejo del pensamiento, como principio para intentar establecer un modo de escritura capaz de trasformar la vieja canción de las ciencias sociales (Lourau 1988:25, Foucault 1993) desde de la subjetividad. Del mismo modo que ha sabido apreciar las propuestas teóricas de autores como Bateson o Condominas (1991), sin captar la cara no estética, inscrita en la forma misma de sus trabajos, su intencionalidad antropológica, como si ésta no tuviese una dosis implícita de epistemología y teoría, una “intención integral”.

Algo en lo que curiosamente coinciden con la corriente posmoderna arquitectónica, que terminó por diluirse en una extraña confusión de elementos y discursos artísticos, cuyo fin práctico fue perder de vista la agresividad de las propuestas de arquitectos como Venturi, en un giro hacia un neo-estilo internacional tardomoderno (Scott-Brown 1974 y Jencks 1982, 1984). Además esto explica otra de las confusiones de la corriente posmoderna: el dar por sentado que otros testimonios de extrañamiento cultural, como pueden ser la literatura de viaje en Chatwin (1988) o en Lawrence (1999, pero sobre todo Conrad 1999), a los que no negaré su valor para una lectura etnográfica, si bien éste no es su énfasis. Obviamente, no son más que discursividades con mecanismos de legitimidad y autoría similares a las estrategias, obviando de nuevo la intencionalidad, el sentido mismo que persiguen, que por otro lado es lo que los aleja de la intencionalidad etnográfica. Reuniendo así en el mismo saco la descripción/interpretación y el sentido, en un error que, sin salir del campo literario, se derrumba por sí mismo si tenemos en cuenta las propuestas metaliterarias de Joyce (1999), la meta-novela que Cortazar desarrolla de forma paralela en Rayuela (1981) como todo un desarrollo teórico sobre el género inserto en la narración, o las observaciones experimentales sobre el género que de forma explícita e implícita, recrea Durrell en su Cuarteto de Alejandría (1998). Ejemplos que pueden servir para reorientar algunas reflexiones en favor de la relación entre las formas de escritura y el desarrollo expreso de las creatividades teóricas y en contra de la visión “textualista”.

Un aporte propio merecen las llamadas teorías de la acción o la práctica (también praxis) que emergen a finales de los 70 y principios de los 80, convirtiéndose en el centro de gravedad de lo que se podría considerar un nuevo “paradigma” en los estudios sociales. En este panorama de los 80, en plena aceleración y complejización de las nuevas “propuestas” y approach’s teniendo más de reconstitución que de recreación, emerge el paradigma de la praxis (es fundamental Ortner 1993), cuya legitimidad estribaba en que venía a resolver las tensiones entre dos bloques claramente diferenciados del conocimiento antropológico y social: el simbolismo, tanto de herencia estructuralista como funcionalista y el materialismo de múltiple origen, desde el evolucionismo de la ecología cultural al marxismo de la economía política o la naciente ecología política. Ciertamente, esta especie de síntesis “kantiana” era una reacción lógica, incluso necesaria, al todopoderoso reinado estructuralista, tanto a nivel ideográfico-simbólico, donde las construcciones teóricas parecen haberse “perdido” en el camino de la hipercomplejización culturalista, como a nivel materialista, donde se empieza a dar un vacío en las teorías culturales y de lo social, de manera que ambos espacios eran iguales a ideología como repetitivo y estéril punto de partida.

De esta manera, entrecruzándose en algunos casos con la voluntad de compromiso e intervención de la investigación acción, emergen los conceptos que dominaron el panorama hasta el momento actual: agencia, actor, sujeto, frente a: práctica, acción, interacción con la otra vertiente de lo que no sólo serán bloques o tendencias dentro del paradigma, sino también niveles de elaboración de teoría que harán muchas de estas aportaciones hechos innegociables para otras visiones dentro de lo que parece un totalitarismo epistemológico y metodológico, basado en una supuesta objetividad intachable constituida en el acuerdo académico. Además, esta nueva tendencia recogía algunas tendencias pasadas, como las microsociología de la situación (véase VV.AA. 2000) o el interaccionismo simbólico (no me atreveré a relacionarlos, en abuso con el situacionismo francés). Como aportaciones centrales y más interesantes, las nociones de agencia (Giddens 1995) y la de habitus (Bourdieu 1991) junto con un cierto refinamiento epistémico dentro de un cierto énfasis metodológico, que ciertamente atañe más a sus “fervientes” continuadores que a sus brillantes incidencias e interesantes reflexiones sobre las condiciones de posibilidad de lo social, de la práctica cotidiana (aun así las distancias entre ambos polos, sobre todo en su idea de poder serán inmensas, puede verse Nogués Pedregal 1993). Una eclosión en el énfasis “práctico” que, en muchos casos, rebasa los equilibrios desarrollados epistemologicamente por los fundadores (en esto intento compartir la equilibrada distancia de Thomas 1997), de forma que la teoría pasa a ser un elemento implícito, que se da por sentado o “por zanjado” en un primer apartado de discusión teórica. No creo que se trate de una consecuencia inevitable de estos posicionamientos, ya que tanto en los casos que entronca con los cultural studies (VV.AA. 1992), como en los casos en que se circunscribe a los llamados estudios poscoloniales, como será el caso de Bhabha (2002:211-240 o Said 2002), sus aportaciones teóricas son ricas y creativas. Algo que se repite cuando este enfoque práctico se da en ciertos antropólogos que “trabajan” con otras culturas (Dietz 2000:38-63).

Además, dentro de los presupuestos teóricos de estas visiones centradas en la praxis, la antropología parece haber cedido su espacio diferencial como disciplina, su status como espacio legitimado para postular modelos culturales y sociales de cambio, en buena parte olvidando palabras como evolución, que ahora parecen malditas, mientras que en otras ciencias se han repoblado generando términos con otros sentidos, dando paso a una interdependencia teórica con la historia que rompe la flexibilidad y creatividad que la etnografía tenía para trabajar con procesos temporales. Conduciendo de nuevo y casi sin darse cuenta a los mismos dilemas que sacudían su nacimiento, bien un cierto materialismo teñido de teorías de interés social o el esfuerzo, bien un cierto idealismo simbolista que a veces trata de forma psicologista a entes sociales como comunidades o agentes sociales. De manera que es fácil deducir que este paradigma no ha servido más que para replantear o retardar, según se quiera ver, el dilema o la problemática que siempre ha atemorizado a la construcción teórica en ciencias sociales y, en especial, a una antropología que, en un determinado momento, decidió luchar por un estatuto “más científico”, es decir, aún seguimos negociando la distancia metafórica e inevitable entre las palabras y las cosas, entre las ideas y los hechos.

Conclusión

Básicamente, el fin de esta breve perspectiva personal sobre el discurrir de las concepciones teóricas y sus implicaciones más visibles dentro del momento antropológico actual era reafirmar el papel esencial de la reflexión teórica dentro de la generación de más y mejor  antropología, sin importar demasiado si comparto personalmente o no el temor al desorden expositivo de la postmodernidad (Giobellina 1994:5-30) u otro tipo de temores, o si ciertas herencias intelectuales me parecen pesadas o más bien útiles, aunque sí dándole un cierto valor a una noción de la antropología como comunidad conscientemente plural (véase Douglas 1994:151-193) sin miedo a nuevas expectativas (Fleming, O’Carroll 2002). Si bien esta última parte también tenía otra intencionalidad mucho menos explícita, referida a una cuestión más “práctica”, el mostrar que la importancia de las aportaciones teóricas apoyadas en concepciones no formales de la antropología no sólo cumplen el papel de generar “otras antropologías” más abstractas y más estéticas, sino que también cumplen o deberían de hacerlo la función socrática de ofrecer “nuevos porqués”, de forjar preguntas que generen a su vez más preguntas, en lugar de conformarse con meras respuestas para alejar a la antropología del chantaje ilustrado (Tyler 1975:317-333, Foucault 1984:3-22, Berlin 1999, Raulet 1994:57-68), de la tendencia cartesiana a la aplicación, recordando que la utilidad de la antropología es pensar la diversidad, rastrearla, traducirla, y ahí tan sólo radica su papel político, en la trascendencia ontológica de su pensamiento (véase Arendt 1997, Tassin 1992:429-443), en su capacidad para la critica cultural (Marcus, Fischer 1986).

Me gustaría terminar ofreciendo algún tipo de intento de respuesta a la cuestión que vertebra todo el desarrollo de este trabajo, señalando que dentro del pensamiento antropológico considero fundamental el papel que debe jugar lo que, de muchas formas y de muchos  sentidos diferentes, se ha de entender como teoría. Para empezar porque la teoría debe servir como memoria inconsciente de los primeros principios del saber antropológico, como estigma que recuerde a los antropólogos que su saber es un saber nómada, que se encuentra en un permanente desplazamiento, como una rosa de los vientos que ofrezca nuevas cuestiones y orientaciones en las que perderse. En definitiva el papel de la teoría es fundamental, ya que debe empujarnos a mirar hacia atrás de forma imaginativa para continuar, sencillamente, haciendo más antropología, sin perder de vista la extraña magia que encierra en el camino el hecho de señalar y nombrar, conformando una topografía personal y común de conocimientos, nuevos y clásicos a la vez, estáticos y cambiantes, a la manera de las canciones totémicas de algunos grupos australianos.

En el fondo, la cuestión de la importancia de la teoría es sumamente problemática por las múltiples implicaciones que conlleva. Primeramente se trata de la distancia y las tensiones entre las ideas y las realidades, de si como diría Borges, Platón y Aristóteles (empirismo y racionalismo) deberían dejar de discutir algún día o no. También se trata de cómo si se mira con atención, uno se da cuenta de que, por suerte o por desgracia, en su discurrir, la disciplina no ha conseguido aclarar sus incógnitas originales, más bien las ha complejizado aún más, algo que personalmente me congratula y me parece el mayor avance. Y es que me parece indudable que cuestiones como las conexiones entre lo que entendemos como cultura y su ejercicio social, las dinámicas de cambio y creatividad dentro de estas interrelaciones, los dilemas “etéreos” entre explicaciones “internas-externas” en todas sus variantes epistemológicas, estructura-sujeto, mente-cuerpo-ambiente, comunidad abierta-cerrada, local-global, son fuentes inagotables para el pensamiento antropológico. Por lo que, creo firmemente que mucho más importante que reflexionar y vigilar sobre cómo nos acercamos a la realidad, es el reflexionar sobre las personas, sobre como construimos ese pensamiento antropológico, para intentar superar esos límites heredados o autoimpuestos. Definitivamente, creo que por eso escogería Naven como ejemplo a seguir en el aspecto teórico, porque en su equilibrio entre el rigor formal-categorial (inductivo) y la creatividad empírico deductiva, hay un verdadero ejemplo de cómo estos límites en el pensar no son temibles, sino estimulantes. Y de cómo la teoría, o mejor dicho, las teorías, no son algo a evitar escondiendo la epistemología tras esfuerzos metodológicos, sino que son un horizonte hacia el cual mirar para ser conscientes de cuánta antropología queda por soñar/pensar, algo que es una verdadera tranquilidad para quienes no sabemos (podemos) hacer otra cosa.

Notas

(1) Obviaré aquí la gran cantidad de referencias de discusión bibliográfica sobre el trabajo de Gregory Bateson, puesto que lo que aquí pretendo ofrecer es sencillamente una lectura muy personal de su trabajo. Además debo señalar que muchas de estas referencias, quizás las mas conocidas, cargan en mi opinión demasiado sus tintas en la personalidad y biografía del autor, o en una búsqueda de antecedentes “estéticos” en la textualidad etnográfica que obvia parte del verdadero interés de sus aportes (me refiero por ejemplo a Lipset 2005:899-914, o a Marcus 1985:66-82). En cualquier caso, puede resultar interesante la critica y constructiva lectura de Michael Houseman, Carlo Severi (1994), y también desde otro punto de vista Levy, Rappaport (1982:637-660).

(2) La discusión por parte de autores posmodernos de la cientificidad de la disciplina ha llevado a éstos a recoger en algunos casos una cierta tradición en la filosofía de la ciencia que, a partir de una herencia nietzscheniana (1988) afrontara desde un relativismo radical cualquier tipo de intento de discusión sobre la posibilidad de un conocimiento/verdad que no esté apoyado en la contingencia histórico social y en mecanismos de legitimidad (véase George Canguilheim 1999, Gaston Bachelard 1965, Michel Foucault 1999b). Si bien, también es cierto que éste es uno de los principios básicos de la antropología y de su hábeas de conocimientos, que además ha retroalimentado continuamente las oscilaciones entre el racionalismo y el relativismo, como expresa muy bien la petición de Edmund Leach (1975b:315) de categorías puramente operacionales y “una saludable falta de respeto por las categorías de la ortodoxia establecida”.

(3) Esta pista de la mereología y su relación con el holismo, debo agradecérsela al profesor Carmelo Lisón Tolosana.

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X