Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Maureira, M. (2016) Posthumanismo: más allá de antropo-técnica y nomadismo. Cinta moebio 55: 1-15. doi: 10.4067/S0717-554X2016000100001

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Posthumanismo: más allá de antropo-técnica y nomadismo

Posthumanism: beyond anthropotechnic and nomadism

Marco Maureira (marco.maureira@e-campus.uab.cat) Barcelona Science and Technology Studies Group (STS-b), Universidad Autónoma de Barcelona (Barcelona, España)

Abstract

The emergence of life in our societies stablishes one of the fundamental dimensions to understand our contemporary world. Biomedicine, biosecurity, biotechnology and bioterrorism are just some of the new concepts that appear due to this phenomenon. In this sense, this article will introduce one of the main current theories that aim to analyse this reconceptualization of life: posthumanism. Specifically, we will work on the proposals made by the Italian-Australian philosopher Rosi Braidotti and the German philosopher Peter Sloterdijk. Simultaneously, a project of radical allokhronía will be proposed towards drift in evolution. This is made in order to overcome the persistence of the anthropocentric view that remains the main problem of both proposals for improvement of humanism.

Key words: posthumanism, life, anthropotechnic, nomadism, evolution.

Resumen

La emergencia de la vida en nuestras sociedades constituye una de las dimensiones prioritarias y fundamentales para comprender nuestra contemporaneidad. Biomedicina, bioseguridad, biotecnología o bioterrorismo, son sólo algunos de los nuevos conceptos que dan cuenta de este fenómeno. En este sentido, el presente artículo abordará una de las principales corrientes teóricas que se propone analizar dicha reconceptualización de lo vivo, a saber, el denominado “posthumanismo”. Específicamente, se analizarán las propuestas desarrolladas por la filósofa ítalo-australiana Rosi Braidotti y el pensador alemán Peter Sloterdijk. Simultáneamente, se propondrá un proyecto deallokhroníaradical hacia la deriva de evolución que permita superar el vicio antropocéntrico que continúa siendo el eje prioritario de problematización de ambas propuestas de superación del humanismo.

Palabras clave: posthumanismo, vida, antropotécnica, nomadismo, evolución.

Introducción

El dominio de la “vida”, sin lugar a dudas, se ha convertido en uno de los ejes fundamentales por los que transitan las diferentes disciplinas de la filosofía y las ciencias sociales. Conceptos como biomedicina, bioseguridad, bioética o biotecnología constituyen, hoy por hoy, un punto de referencia ineludible para el entendimiento y análisis de nuestra contemporaneidad. En este sentido, si bien existe una multiplicidad de enfoques y líneas de investigación, se puede colegir un eje estructural común; a saber, la vida como elemento que trasciende y permea las diferentes dimensiones de lo social.

Vivimos en una sociedad globalizada que se articula en base a los parámetros de un sistema capitalista terciario centrado en el hiperconsumo; en que la influencia de las tecnologías de información y comunicación resultan cada vez más importantes en la articulación de lo individual y lo social; en que el cultivo de la ciencia y el desarrollo tecnológico avanzan a una velocidad desaforada colonizando no sólo su campo de acción específico, sino la esfera global de intimidad y cotidianidad; y en que lo vivo, como decíamos anteriormente, juega un papel determinante en la comercialización de los gustos y estilos de vida, así como en la emergencia y consolidación de la industria biotecnológica y la ingeniería genética en una vorágine de aceleración que se hace difícil de asimilar. En este contexto, se vuelve urgente re-pensar la articulación del diagrama de fuerzas que conforma nuestra contemporaneidad. Así es como surge un interesante y necesario debate en torno a la cuestión del posthumanismo que, a pesar de sus diferentes visiones y vertientes (Cecchetto 2013, Haney 2006, Gray 2001, Hayles 1999, Rutsky 1999), comparte como mínimo el escrutinio y visibilización de dos vectores: a) la insuficiencia y agotamiento del modelo humanista para dar cuenta de la complejidad de nuestra sociedad actual; y b) la necesidad de trascender al mismo con un énfasis propositivo en que la cuestión ética juega un rol fundamental.

En este sentido es que Rosi Braidotti propone su proyecto de ética nómade, entendido como opción teórica y condición existencial que se inserta dentro de las filosofías postestructuralistas del sujeto no unitario. De esta manera, la autora defiende “una visión nómada y posthumanista del sujeto que proporciona una base alternativa para la subjetividad ética y política” (2009:28) con un enfoque explícitamente ecofilosófico y sustentable que desafía la creencia pretensiosa de que solo una perspectiva liberal y humanista del sujeto puede garantizar los elementos básicos de la decencia humana, erigiéndose en un imperativo epistemológico y político para el pensamiento crítico del nuevo milenio. En lo que respecta directamente a la cuestión de la vida, Braidotti considera que “no se trata de que la biotecnología esté explotando arteramente la vida, sino más bien de que, como resultado de las prácticas materiales y discursivas biotecnológicas, la vida como bios/zoé produce nuevas zonas siempre crecientes de actividad e intervención. La vida ha emergido como el sujeto, y no como el objeto, de los procesos políticos, un sujeto no humano, inhumano o poshumano, pero sujeto al fin” (2009:85-86) y al cabo que es entendido como potencia creativa de pertenencias múltiples en constante devenir.

Por otra parte, el filósofo alemán Peter Sloterdijk (2012; 2001) pone énfasis en su visión del humanismo como una suerte de incubadora milenaria que ya no produce humanos en la medida que las coordenadas actuales en las que se despliega el ser son las provistas por los medios de comunicación de masas, los fármacos y la biotecnología. Es decir, un posthumanismo como respuesta/alternativa a un mundo que deja de articularse en base al “fantasma comunitario” que sustenta todo humanismo (a saber, la alfabetización) y que recupera, de forma simultánea, una  actitud xenolátrica que implica desarrollar un pensamiento ecológico en sentido amplio que involucre tanto a vectores naturales como tecnológicos. Asimismo, y basándose en el pensamiento de Nietzsche, el autor exige centrarse nuevamente en el amor por la vida desconocida, lejana y venidera en cuanto proyecto de ética acrobática centrada en el despliegue de la antropotécnica; es decir, de “los procedimientos de ejercitación, físicos y mentales, con los que los hombres de las culturas más dispares han intentado optimizar su estado inmunológico frente a los vagos riesgos de la vida y las agudas certezas de la muerte” (Sloterdijk 2012:24).

Como se puede apreciar, ambos proyectos comparten un sentido vitalista de urgencia, de interpelación a la acción ética que, en el caso de Braidotti, adopta una forma de denuncia y visibilización de los mecanismos mediante los cuales el capitalismo (consumismo y acumulación de mercancías, por ejemplo) fomenta un sedentarismo que se opone a la liberación que supondría la adopción creativa de una consciencia nómade; mientras Sloterdijk, por su lado, critica fuertemente la pereza y el inmovilismo del ser humano que se aleja de la “ejercitación de la vida” dejándose llevar por la costumbre y el hábito sin atender a la tensiones verticales (ascéticas) de la vida que incitan al cambio.

Ahora bien, lo que en primera instancia se presenta como un claro itinerario de convergencia entre los proyectos ético-filosóficos de los autores mencionados, revelará en su despliegue y profundización un sinnúmero de quiebres y desencuentros que, en cierta medida, resultan irreconciliables. Más allá de trazar pormenorizadamente el trayecto de dichas divergencias, lo que nos proponemos es valernos de ellas como diques de contención/creación para desarrollar nuestro propio camino y argumento. Esto resulta necesario debido a que ambas posturas traicionan un elemento clave y fundamental de su propio proyecto, a saber, la crítica del dominio antropocéntrico y, por ende, del vitalismo posthumano en base al cual se articulan sus presupuestos. Dicho de otro modo: el fenómeno de la vida no aflora en toda su magnitud y tesitura debiendo contentarse con ser el verbo del conjuro que, una vez pronunciado, se pierde y diluye entre el copioso y ensordecedor ruido de fondo del domingo que sigue a la historia de un mundo. De nuestro mundo.

I

En su conocida respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger, Peter Sloterdijk plantea que cualquier reflexión profunda sobre el tema del ser humano que pretenda ir más allá del humanismo debe atender directamente a la cuestión “de cómo del animal-sapiens se derivó el hombre-sapiens” (2001:54). Si bien el autor reconoce que se debe analizar/escrutar la deriva de hominización, se contenta con criticar la ceguera de Heidegger al respecto y mencionar que el cambio fundamental estuvo dado por el nacimiento prematuro que hacía salir a la cría en una forma de animalidad cada vez más inmadura, en una suerte de fracaso de su deriva animal. “Aquí se lleva a cabo la revolución antropogenética: el estallido que hace añicos el nacimiento biológico y lo convierte en el acto de llegar-al-mundo” (2001:55). Sin embargo, exceptuando esta periférica y anecdótica alusión, tanto en este texto como en la totalidad de su obra, el recurso a la historia de la vida no traspasa nunca el límite de la civilización ya asentada, con alusiones esporádicas a la cultura mesopotámica, egipcia y una concentración preponderante en la Grecia antigua (en lo que respecta al periodo previo a “nuestra era”).

Por su parte, Rosi Braidotti es enfática en recalcar que lo que retorna ahora es el otro del cuerpo vivo en su definición humanista, “la otra cara del bios, es decir, zoé, la vitalidad generadora de vida animal, no humana o prehumana” (2009:61). No obstante, a pesar de que la vida entendida como bios/zoé se constituye en la dimensión fundamental de su argumentación, y reconociendo que estas dos nociones opuestas de vida, al coincidir en el cuerpo humano, hacen que la cuestión de la corporización llegue a convertirse en un espacio político en disputa, existe una ceguera y un silencio total respecto al ensamblaje de estas dos dimensiones (la cual simplemente se da por sentada y se trabaja desde esta constatación no problematizada). Si bien la autora reconoce que en su propuesta de ética nómade lo que define al nomadismo no es el acto de viajar, sino la subversión de la convenciones establecidas; no es la carencia de hogar, sino el ser capaz de recrearlo en cualquier parte; no es el rechazo y aversión por crear bases estables, sino el hecho de aprender a vivir en transición sin adoptar ningún tipo de identidad como permanente, no deja de ser llamativo que su argumento pase totalmente por alto los millones de años de nomadismo que encontramos en nuestra deriva de especie (lo cual constituye una falencia gravísima al apelar, precisamente, a la vida animal o prehumana como eje).

Dicho de otro modo: lo que en Braidotti se nos presenta como una inmensa laguna teórico-epistemológica (dentro de su propio universo argumentativo), en Sloterdijk es enaltecido y señalado como fundamental para ser inmediatamente desechado y olvidado. Como resulta evidente, esta estrategia, que no podemos dejar de calificar como “antropocéntrica”, no es solo el fantasma que ronda a estas dos propuestas de superación del humanismo, sino más bien una constante en el pensamiento filosófico de occidente. El agravante, si cabe, está dado por la insistencia en visualizar sus propias propuestas vitalistas como una alternativa al humanismo y al antropocentrismo que, a pesar de reconocer la otredad/alteridad radical como una referencia crucial e irrenunciable (que adopta una forma xenolátrica y ecofilosófica sustentable), se centra en un eje sincrónico de vida que traiciona el pretendido “redescubrimiento de un sentido de responsabilidad histórica” (Braidotti 2009:44).

El recurso a la historia, como hemos visto, nunca traspasa el umbral civilizatorio, así como la apelación a la vida como potentia, si bien abre el abanico y el margen de lo pensable a otras especies no-humanas y a vectores tecnológicos, no tiene en consideración su propia historicidad y deriva como especie. Además, en su proyección al futuro, cabe destacar que ambos proyectos nos hablan de un sujeto “posthumano” que ya está aquí, al menos en potencia (en clave ascética en Sloterdijk y en cuanto sujeto no unitario de pertenencias múltiples en Braidotti). Difícil es, en estas circunstancias, aceptar el pretendido carácter no-antropocéntrico cuando el ser humano-sapiens continúa delimitando el margen de lo pensable tanto en la deriva histórica pasada como en su proyección dinámica futura. Parece ser que el único modo de estar de acuerdo con la vida consiste en estar en desacuerdo con nosotros mismos (como bien sabía Fernando Pessoa) y con nuestra irrestricta propensión antropocéntrica a la estupidez y la desmesura. Como acertadamente apunta Heráclito, es la desmesura, más que el incendio, lo que que se debe apagar con premura.

En este sentido, proponemos rescatar de Nietzsche (además del vitalismo ya explotado por los autores mencionados), un proyecto de allokhronía radical (del griego állos y khrónos, en referencia a “otro tiempo”); es decir, una temporalidad distinta dentro de la actualidad.

Como nos recuerda Sloterdijk (2012) la marcha emprendida por Nietzsche hacia una época que le fuera adecuada no lo lleva, como se quiere pensar, a una era postmoderna o a la disolución de la historia única en muchas historias, sino a una modernización de la modernidad en clave intempestiva con un anclaje protagónico y preponderante del helenismo. Por nuestra parte, y asumiendo seriamente como eje fundante y fundamental a lo vivo, pretendemos llevar esta allokhronía hasta la deriva de hominización, hasta esa alteridad radical conminada por la filosofía al más macabro e irracional de los olvidos. Así como para Nietzsche la “antigüedad”, en cuanto fase cultural “no superada” continuaba siendo parte de un “presente duradero”, para nosotros la deriva de especie no es sólo una cuestión pasada referida a la arqueología y el estudio de registros fósiles, sino que constituye el registro de una virtualidad actualizada al interior de cada uno de nosotros. Una deriva encarnada en nuestros cuerpos. Pensarnos como vida desde la vida nos permitirá conectarnos con zoé (por decirlo en la terminología de Braidotti), pero sin olvidar el “evento” mediante el cual se produce el ensamblaje/quiebre con bíos. De esta manera, no sólo nos desterritorializamos de nosotros mismos al conectarnos con esa corriente subterránea que nos atraviesa, sino que nos volvemos más profundamente nómades en la medida que adoptamos como referentes de articulación no sólo a los entes de nuestro tiempo, sino también a los del tiempo de una vida.

Mi otredad de cuño ecológico ya no estará restringida al animal doméstico y salvaje, a la capa de ozono y/o a las tecnologías informáticas y genéticas, sino también al australopithecus, al homo erectus y a los neandertales. Una empresa inmensa y arriesgada, es cierto, pero que al menos presenta la ventaja de sacarnos (o al menos intentarlo) de una buena vez del centro de análisis exclusivo y prioritario. Evidentemente la pronunciación está localizada, pero desde un pluralismo que se hace más plural al multiplicar la perspectiva desde su propia deriva de silenciamiento. Una estrategia, en definitiva, de superación del antropocentrismo que toma al tiempo y a la vida como vector de perspectiva y descentramiento/auscultamiento interno. Y no se trata, como veremos, de un mero artefacto retórico que hace florecer (en el mejor de los casos) la abstracción efervescente del pensamiento. Las externalidades, antes bien, son actuales y concretas en la medida que somos el evento, esquirlas eyectadas del acontecimiento.

II

Cuando hemos hecho referencia al fenómeno de la vida, teníamos en mente tanto el trabajo homónimo del filósofo alemán Hans Jonas, como el del neurobiólogo chileno Francisco Varela. En ambos, podemos visualizar  una inextricable vinculación entre la vida que conoce a la vida y el dominio de la epistemología. Si bien no se trata de caer en un reduccionismo de corte biologicista, resulta ineludible constatar la emergencia de una suerte de bio-lógica propia de los sistemas vivos. Como diría Georges Canguilhem, en nuestra calidad de seres vivientes somos consecuencia de las propias leyes de multiplicación de la vida. Esta, así entendida, es considerada como una instauradora de sus propias normas de carácter inmanente. La vida es valor y estos, por su parte, son preexistentes al viviente humano sin ser por ello trascendentes; es decir, la preexistencia de los valores significa que la vida es valor y potencia, un campo de fuerzas en que la autoorganización se produce y reproduce constantemente. “Si existen normas biológicas –nos dirá Canguilhem, en su clásico estudio sobre Lo normal y lo patológico–, es porque la vida, al no ser sumisión al medio ambiente sino institución de su propio medio ambiente, por ello mismo pone valores no sólo en el medio ambiente sino también en el organismo mismo” (1971:175).

Dicho de otro modo: estamos frente a una suerte de recursividad autoproductiva que se asemeja bastante a la formulación que, desde la neurobiología, sentencia que la característica fundamental de lo vivo es detentar un tipo particular de organización, a saber, una organización autopoiética. “Un sistema autopoiético está organizado (esto es, se define como una unidad) como una red de procesos de producción (síntesis y destrucción) de componentes de forma tal que estos componentes: (i) se regeneran continuamente e integran la red de transformaciones que los produjo, y (ii) constituyen al sistema como una unidad distinguible en su dominio de existencia” (Varela 2000:30). Es decir, un sistema que funciona con clausura operacional de cierre debido a la existencia de una barrera/membrana que establece un límite de difusión y permeabilidad que posibilita la existencia de una red de procesos internos de automantención y autogeneración metabólica que, simultáneamente, son los generadores de dicha membrana. Una circularidad creativo-recursiva que implica como mínimo dos cuestiones de importancia capital para la problematización que estamos desplegando: a) “la definición de autopoiésis define el esquema general de la vida sin hacer referencia alguna a la estructura de los componentes” (Varela 2000:31), lo cual quiere decir que lo esencial es el patrón de organización y no la estructura; y b) la paradoja de la identidad autónoma, en que “el sistema vivo debe diferenciarse de su medio ambiente y al mismo tiempo debe mantener su vinculación con él” (Varela 2000:59) mediante un acoplamiento estructural que debe mantener su organización autopoiética.

Por otra parte, la necesaria distinción entre organización (relaciones que deben darse entre los componentes) y estructura (componentes que concretamente constituyen una unidad) nos pone frente a una cuestión evidente a la par que compleja e ineludible: todo sistema con estas características crea (literalmente) un mundo acorde a sus patrones de organización interna que, no obstante, para un observador externo, será simplemente un medio ambiente. De esta manera, “la diferencia entre medioambiente y mundo es el excedente de significación que acosa al entendimiento de la vida y del conocimiento y, a la vez, está en la base de cómo un sí mismo alcanza su individualidad” (Varela 2000:59). O bien, dicho a la inversa, lo que hace único a un sistema vivo es su falta constitutiva de significación, que debe ser resuelta en el enfrentamiento permanente con las perturbaciones y rupturas propias de la vida. Tal vez a esta dinámica se refería Michel Foucault cuando sentenciaba, en referencia a la filosofía de Georges Canguilhem, que la vida es aquello capaz de error, siendo la anomalía la eventualidad fundamental que atraviesa a la biología y a la evolución de punta a cabo. Incluso, Foucault llegaba al límite de plantear que “debemos convenir que el error es la raíz del pensamiento humano y de su historia” (2009:55), revelación que nos debe reconducir a la espinosa y enrevesada cuestión de nuestra deriva evolutiva sin más demora.

III

Toda vida es, desde luego, un proceso de demolición, escribe Scott Fitzgerald. Una demolición creativa, no obstante, que se reconstruye a partir de sus escombros/cenizas sobre el escenario “ontopológico” del error (de errar y movimiento; deriva/evolución). La fisura –título del texto de Fitzgerald, por cierto– es condición irrenunciable de posibilidad para la puesta en marcha de este tipo particular de organización. Es el impulso autogenerativo de lo vivo que carece de fuente de control centralizada ni obedece a una instancia de orden superior. A esta potencia vital que se despliega en el tiempo la entendemos como deriva de especie. En este sentido, como nos indican Maturana y Varela, una de las claves para entender el origen de la evolución guarda relación con la conservación de organización y su relación con el cambio estructural: “Porque hay semejanza, hay la posibilidad de una serie histórica o linaje ininterrumpido. Porque hay diferencias estructurales, hay la posibilidad de variaciones históricas en los linajes” (1984:63). Jacques Derrida, por su parte, acuñaba el concepto “destinerrancia” para referirse a la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, y nos parece particularmente esclarecedor y atingente en el contexto referido. Hablaremos, por tanto, de la destinerrancia (destino errante, si se prefiere) del linaje homínido.

Autores como Henry De Lumley nos hablan de las etapas de una verdadera aventura evolutiva que tiene como hitos fundamentales la aparición del bipedismo presente desde la aparición del Australopithecus (ramidus/aferensis/africanus/robustus) que se sucedieron en un margen temporal que va de los 6 a los 1,7 millones de años; el aumento progresivo de la capacidad craneal (que va de los 300-400 centímetros cúbicos del australopithecus a los 600-750 cc del homo habilis, de los 850-1250 cc del homo erectus hasta el máximo de 1.500-1.600 cc ostentado por los neandertales que se estabiliza, de forma paralela, en los aproximadamente 1.400 centímetros cúbicos propios del denominado hombre actual); la invención de las herramientas hace unos 2,5 millones de años; la conquista del fuego hace 400.000; la emergencia de los primeros ritos funerarios y formas religiosas (o proto-religiosas) hace unos 100.000 años; el nacimiento del arte hace unos 30.000; así como la práctica de la agricultura y la ganadería 6.000 a.C., y la invención de la metalurgia hace aproximadamente 3.000 años. Evidentemente, el tratamiento pormenorizado y en profundidad de cada una de estas cuestiones se escapa a las posibilidades estructurales del presente escrito. Sin embargo, no debemos desviar nuevamente la mirada de la destinerrancia del homínido. Debemos enfocar, aunque sea de forma precaria e impertinente, esa trayectoria que mora y demora convirtiéndose en morada hasta el presente.

El lenguaje es la morada del Ser, nos decía Heidegger, y es la elusión de la pregunta y cuestionamiento por este uno de los errores más flagrantes de la historia del pensamiento en occidente. Estamos de acuerdo con el diagnóstico, más no con su insistencia (como bien subrayan Sloterdijk y Braidotti) en unilateralizar el método de acercamiento existencial-ontológico desdeñando cualquier principio histórico-antropológico que defina al ser humano como animal rationale (impidiendo, de base, una posible comunión ontológica entre ambas entidades). Respecto a esto nos interesa destacar/enfatizar primariamente dos puntos. En primer término, como vimos en nuestro breve esbozo de la bio-lógica de los sistemas vivos, la generación de un mundo, de una unidad distinguible en su dominio de existencia (un ser-en-el-mundo, diríamos), es absolutamente previo (en el sentido de entendible/posible) a la aparición del dominio lingüístico, no sólo en la deriva particular del homínido, sino en el despliegue de cualquier sistema vivo (afirmación que a Heidegger, sobra decirlo, le resultaría inconcebible).

En su curso de 1929-1930 en la Universidad de Friburgo, Heidegger (2007) define explícitamente al animal (ya ni hablar de otras formas de vida) como “esencialmente aturdido”, razón por la cual se comporta en un medio ambiente, pero nunca en un mundo. Uno de los ejemplos utilizados para justificar esta ontología del “mundo empobrecido” del animal, es el experimento de Von Uexküll en que una abeja es puesta ante una taza de miel y se le secciona el abdomen (ante lo cual el insecto continúa succionando siguiendo su “actividad instintual” sin darse cuenta del exceso). A este ejemplo, tendiente a justificar el “aturdimiento y no implicancia” del animal en la construcción de su mundo, nosotros le contraponemos el de los gatos nacidos ciegos de Held y Hein que, siendo expuestos al mismo ambiente (una canasta en la que son paseados por algunas horas al día), presentaban un comportamiento totalmente distinto por el solo hecho de que, a uno de ellos, se le permitía, en los paseos diarios, mantener las patas fuera de la cesta. Este último animal, después de dos meses (momento en que son liberados), se comportaba como un gato normal, mientras que el otro no reconocía los objetos, se caía por las escaleras y chocaba contra las sillas. Dicho de otro modo, los animales “se implican” activamente, “enactúan” su mundo no estando meramente “suspendidos entre el medio ambiente y ellos mismos” (y una cuestión diferente es que esta enacción se despliegue de forma transparente debido a la ausencia de un lenguaje instrumental recursivo con externalidades conscientes).

En este sentido, cabe destacar que la “enacción” es un concepto acuñado por el neurobiólogo Francisco Varela en referencia a la cognición corporizada de los sistemas vivos que crean (hacen emerger) su mundo mediante una historia de acoplamientos estructurales con el medio ambiente. En este sentido, en ejemplo ilustrativo lo encontramos en las investigaciones sobre el color como atributo percibido. En estas, se muestra contundentemente cómo “no existe correspondencia uno-a-uno entre el color percibido y la luz reflejada localmente” (Varela, Thompson y Rosch 2005:188), siendo parte, no sólo de un proceso auto-organizativo que implica activamente a la estructura visual del ser vivo, sino que emerge debido a “un intercambio activo con otras modalidades sensoriales” (Varela, Thompson y Rosch 2005:191).

En segundo término, cabe recordar que Heidegger considera que el hombre debe ser interpelado por el ser, que es el encargado de guardar su verdad y, por otra parte, se postula que el lenguaje es la casa del ser, habitando en la cual el hombre ex-siste, en cuanto, al guardarla, pertenece a la verdad del ser. Dicho de otro modo: el ser humano guarda al lenguaje y, en este gesto, se revela la verdad del ser.

Llegados a este punto, desvelemos abiertamente nuestra hipótesis: la introyección del dominio técnico del lenguaje (sobre la que volveremos en el siguiente bloque) por parte del homínido en su estructura material/corporal (que es su casa, su lugar/forma de habitar), es la clave para entender el “evento” (Ereignis); la verdad del ser sobre la que nos pone en alerta Heidegger. Así, tenemos que el lenguaje es la morada del ser en la medida que la estructura material misma de la vida humana introyectó (guardó en sí y para sí) el dominio técnico del lenguaje realizando/acentuando un quiebre/tensión entre organización autopoiética de lo vivo (zoé) y estructura biológica concreta (bíos). Por eso lo humano es una fuerza “bios/zoé” (unido, pero con un quiebre fundante y constitutivo), siendo un proceso fundamental del evento homínido.

Como bien plantea Braidotti: “reconcebir las raíces corpóreas de la subjetividad es el punto de partida para iniciar un proyecto epistemológico del nomadismo. El cuerpo, o la corporización del sujeto, no debe entenderse ni como una categoría biológica ni como una categoría sociológica, sino más bien como un punto de superposición entre lo físico, lo simbólico y lo sociológico” (2000:29). O bien, como dice Bergson, “si la forma intelectual del ser vivo se ha modelado poco a poco sobre las acciones y reacciones recíprocas de ciertos cuerpos y de su contorno material, ¿cómo no iba a entregarnos algo de la esencia misma de la que están hechos los cuerpos? (1963:435). La indagación en las raíces corpóreas del ser humano es un fenómeno actualmente muy presente en los debates de la filosofía y las ciencias sociales. No obstante, el análisis tendiente a la desnaturalización esencialista del cuerpo continúa sin aplicar un giro allokhronico que permita atender y entender que en realidad siempre fuimos cyborgs. Nuestra particularidad, aunque le pese a Heidegger, no es de unidad/comunión ontológica con un principio espiritual o divino, sino de error y de quiebre mediante la introyección estructural de la técnica, de lo inerte, de nuestros gestos y movimientos que se inscriben en la carne como indeleble latencia de muerte.

IV

En su Pregunta por la técnica, Martín Heidegger nos advierte respecto a dos enunciados que emergen en referencia a dicho cuestionamiento. Por un lado, se tiende a considerar que la técnica es un medio para conseguir unos fines y, por otro, como un hacer del hombre, concluyendo que ambas definiciones se co-pertenecen en lo que se podría denominar como “definición instrumental y antropológica de la técnica” (la cual no nos muestra la esencia de esta, que se vislumbra, antes bien, en la eclosión del traer-ahí-delante, en el tránsito y despliegue de un desocultamiento). “La técnica –dirá por ende Heidegger– no es pues un puro medio, la técnica es un modo de salir de lo oculto” (1994:15) que no alude solo al hacer y saber hacer del obrero manual (en el contexto de la antigua Grecia), sino también del arte en sentido general, razón por la cual la técnica es algo “poiético” emparentado con el “entendimiento” en la medida que conocer es hacer salir de lo oculto.

Pero, ¿a dónde nos dirigimos con esto? Pues a la constatación, ya latente en Heidegger, de que el dominio de la técnica (de su esencia, diríamos) posee una preeminencia/ temporalidad previa a la constitución de lo humano. “De ahí que no sea ni un mero hacer del hombre ni tan sólo un simple medio dentro de los límites este hacer –nos dice Heidegger– no acontece solo en el hombre ni de un modo decisivo por él” (1994:25). Por lo tanto, lo que para la constatación histórica es lo que llega más tarde –la técnica– en la historia acontecida es lo más temprano. Lo cual, dicho desde la perspectiva de Canguilhem anteriormente aludida, equivaldría a sentenciar que lo anormal, lógicamente secundario, es existencialmente primario; desde la epistemología de la vida, que el error/falta constitutiva de significación es la condición de posibilidad de todo pensamiento/movimiento; y, desde un enfoque evolutivo, equivaldría a centrar la cuestión en las técnicas, prácticas y quehaceres de la destinerrancia homínida más que en la constitución, cristalización y enumeración de cosificados “hitos evolutivos”. Desentumecer lo fosilizado. Hacer salir de lo oculto a lo cristalizado y dormido.

En este sentido, como bien apuntan Rod Caird y Robert Foley, consideramos que el momento más significativo de la historia de los homínidos no fue cuando el cerebro comenzó a aumentar de volumen, sino cuando apareció el bipedismo. Si bien no existe ningún estudio o teoría concluyente respecto a cuál sería el motivo (se han mencionado factores climáticos –seco y caluroso en un ambiente abierto–; adaptación alimentaria; modificación en la conducta reproductora debido a un cambio local y focalizado, etc.) nos parece plausible que la nueva forma de vida de los homínidos capaces de andar erguidos fuese la base de todo lo que vino después: desde las nuevas habilidades y mayor capacidad del cerebro hasta la tecnología y la colonización de todo el mundo habitable.

Como destaca De Lumley: “la importancia crucial de la bipedestación es que libera las manos, que, libres de las tareas de locomoción, se asociarán al sistema cerebral. De este diálogo entre el cerebro que conceptualiza y la mano que actúa nacerá un día la primera herramienta de la industria del Homo habilis” (2000:21). Alineados esta vez con Heidegger podríamos añadir que la conjunción de la bipedestación y la liberación de los miembros superiores posibilita el acto de traer-ahí-delante un nuevo mundo mediante la ampliación del horizonte circundante. De paso, resulta importante destacar que “la esencia de la libertad no está originariamente ordenada ni a la voluntad, ni tan siquiera a la causalidad del querer humano. La libertad administra lo libre en el sentido de lo despejado, es decir, de lo que ha salido de lo oculto” (2000:27). Desde un punto de vista biológico, podríamos añadir que la emergencia de un sistema nervioso en los mamíferos no implica una invención de conductas (entendidas como los cambios de estado de un sistema con respecto a un medio al compensar las perturbaciones que recibe de éste), sino que, antes bien, lo que hace es expandir este dominio de acción de forma dramática acoplando superficies sensoriales con puntos en las superficies motoras sin la necesidad de apelar a un ente ejecutor y/o dominio centralizado (Maturana y Varela 1984).

Por tanto, resulta meridianamente claro –en nuestra opinión y la de Medina (2007)–, que a lo largo de millones de años el cerebro humano se fue desarrollando conjuntamente con la complejidad de las acciones que los homínidos emprendían. La esencia de la técnica radica, de esta manera, en una suerte de desocultamiento performativo; o bien, retomando la bio-lógica del acontecer, apuntaríamos a este evento como la perdida y/o progresivo alejamiento de la transparencia del hacer, de un aumento/profundización de la tensión que toda unidad viva individualizada porta consigo pero que, a pesar de ello, en sus derivas evolutivas correspondientes, se despliega en un clima de cierta armonía entre organización y estructura de lo vivo. En la destinerrancia del homínido, siguiendo esta línea de argumentos, se abre (mediante una fisura) una nueva dimensión operativa que, durante millones de años, preparó/fecundó el camino estructural en que el hacer mismo se autonomiza en un pliegue exterior que, de forma simultánea, se constituye en una potencia/posibilidad interior. Como resulta evidente, nos referimos al lenguaje.

Desde esta perspectiva, resulta relevante destacar cómo el estudio de la huellas endocraneanas que permiten analizar los relieves del cerebro indican que, ya en el Homo habilis, se puede apreciar la aparición de las zonas del lenguaje (las áreas de Broca en la circunvolución frontal izquierda y de Wernicke en la circunvolución temporal izquierda), la emergencia de un paladar bastante profundo que permite a la lengua desplegarse y articular sonidos, así como una flexión de la base del cráneo con un consecuente ensanchamiento del esófago y descenso de la laringe. Es decir, estamos frente a una serie de cambios corporales producto del acoplamiento estructural del homínido con el medio ambiente (con su mundo) en directa relación con una performance técnica que, como destaca De Lumley, no deja de presentar todas las condiciones anatómicas necesarias para el surgimiento de un lenguaje articulado, que el Homo habilis debía/podía poseer en una forma muy primitiva. Como apunta Dunbar, una interpretación plausible de las pruebas sugiere que el discurso/lenguaje no surgió súbitamente de la nada (como pueden haber asumido algunos lingüistas), sino muy poco a poco dentro del proceso evolutivo: “Esto conlleva que, en realidad, el lenguaje pudiera tener una fase vocal no lingüística; en pocas palabras, una fase que fuera más musical que verbal” (2004:125). Un musical balbuceo que se fue enactuando como forma de coordinar acciones en un mundo compartido que, en su perfeccionamiento, permitió su instrumentalización (exterior) y su introyección (interna). Como bien aprehendimos con Heidegger, la aparición de la herramienta concreta es siempre precedida temporalmente por el despliegue de la esencia de la técnica, por lo que pasamos de un traer-ahí-delante a un dejar-estar-justo-delante (en referencia al “logos” heracliteano). Es decir, del gesto emergente al gesto presupuesto; de la aparición espontánea/transparente en el hacer a la progresiva cristalización/perfeccionamiento del instrumento (dinámica en la cual se va “esenciando”, de paso, estructuralmente un cuerpo). En palabras de Heidegger, en su análisis de Heráclito, “esenciar en presencia, sin embargo, quiere decir: una vez llegado delante, morar y perdurar en lo desocultado. En la medida en que el logos deja estar-delante lo que está-delante en cuanto tal, des-alberga a lo presente llevándolo a su presencia (…) El desocultar necesita el estado de ocultamiento (…) El logos es en sí mismo a la vez des-ocultar y ocultar” (1994:191), razón por la cual el “lenguaje sería: coligante dejar-estar-delante de lo presente en su presencia” (1994:197).

Sin lugar a dudas, en su constante búsqueda de la esencia, Heidegger llega a algo fundamental (aunque su obstinación antropocéntrica lo lleve a no traspasar el umbral histórico de Grecia, así como su pasión irrestricta por la poesía lo lleva a sobre-estimar la posición del lenguaje –su función poética, diría Jakobson– en lo que respecta a la cuestión de la esencia del ser y de lo humano). Por su parte Peter Sloterdijk, en Venir al mundo, venir al lenguaje, si bien acierta en el reconocimiento de huellas prelingüísticas sobre las cuales se asienta la existencia y la posibilidad de una poética del comenzarallí donde estaba la marca a fuego, ha de nacer el lenguaje, nos dice–, continúa, al igual que Heidegger, preso de un dialogo con la historia que no supera el umbral de la antigua Grecia, errando de lleno en su búsqueda de las “primeras páginas de nuestra autobiografía radical” mediante una suerte de descripción fenomenológica del estar-en-el-mundo que a lo sumo entra en las cuestiones de la gestación y el parto.

Por su parte Braidotti, que al igual que Sloterdijk y con una influencia directa de Donna Haraway reconoce la necesaria vinculación de la vida con la técnica, falla completamente el objetivo al mencionar que “la posmodernidad tardía es el momento en que bios/zoé se encuentra y se fusiona con techné” (2009:160). Como hemos intentado señalar, esta vinculación es más bien primaria, fundante y condición radical de emergencia y posibilidad. Si retomamos, por ejemplo, nuestras reflexiones sobre la constitución endocraneanas del Homo habilis, habría que mencionar de forma simultánea que es en esta trayectoria homínida en donde encontramos la aparición/creación de los primeros utensilios expresamente fabricados para seccionar, cortar y tallar. Como bien apunta De Lumley, confeccionar un objeto presupone la idea de un modelo previo, de una representación mental, por lo cual la herramienta sería el testimonio de la emergencia de un pensamiento conceptual. Además, como en la emergencia del bipedismo, estamos ante un proceso diacrónico y gradual en que podemos colegir lo siguiente: a) una preeminencia performativa del dominio técnico que lo antecede; b) el cual está posibilitado, a la par que potenciado, por el desarrollo de un pensamiento conceptual y de la materialidad que le da soporte; y c) todo ello, en una suerte de co-emergencia en que, a la par que se labran instrumentos concretos se está subrepticiamente tallando/cultivando el camino para la emergencia de instrumentos abstractos que decantarán en incipientes sistemas de signos y ritmos lingüísticos que serán (en cuanto potencia) estructuralmente introyectados. Por tanto, insistir en que bios/zoé se encuentra y fusiona con techné en el eje sincrónico postmoderno (sea lo que sea que eso signifique), resulta un tanto ingenuo y poco acertado.

Así, si continuamos con nuestra ruta de hominización, tendríamos que retrotraernos unos 1,6 millones de años y apreciar la emergencia del Homo erectus, el cual se constituirá en el primer homínido en salir del continente africano llegando hasta el sudeste asiático y las riberas meridionales de Europa. Esta ampliación/perfeccionamiento del nomadismo implicó, entre otras cosas, un mejoramiento simultáneo en el desarrollo de su hábitat y campamentos, así como la organización de partidas de caza colectivas (ya no son primariamente carroñeros como los habilis), lo cual contribuyó claramente a reforzar sus vínculos sociales. A pesar de sus innegables logros y avances, habría que destacar que aún no habían “domesticado el fuego” (De Lumley 2000), a lo cual, bajo nuestra perspectiva, podríamos añadir que tampoco habían domesticado/sistematizado el fuego de la palabra que, no obstante, ya los quemaba/iluminaba por dentro.

Lo que nos interesa destacar, como resultará relativamente evidente a estas alturas, es la co-existencia de una multiplicidad de dominios técnicos articulados y su progresiva sistematización y perfeccionamiento. Si seguimos, por ejemplo, el desarrollo de las técnicas de caza (y la consecuente construcción de herramientas “estereotipadas” más pequeñas, planas, ligeras y regulares) y la aparición del fuego domesticado nos encontramos también, de paso, con la aparición cada vez más protagónica de un hogar estructurado, permanente, que implica una división de tareas entre los miembros del grupo (ya estando asentados en el espacio/tiempo de los neandertales y protocromañones). Tal vez ahora adquiera otro matiz la idea heideggeriana del lenguaje como morada del ser en la que habitando el hombre existe, en que al guardarla pertenece a la verdad del ser. De los múltiples dominios de acción instrumental implicados en la destinerrancia del homínido, el lingüístico es el único carente de un correlato concreto directo (más allá de la visibilidad de los sonidos y los gestos y la invisibilidad silenciosa de las modificaciones estructurales corpóreas, principalmente en el cerebro). Dicho de otro modo: lo que en otros dominios técnicos decantó en un perfeccionamiento/estandarización externo, en el caso del lenguaje se produjo a nivel interno (pero potenciado/apuntalado por las demás dimensiones en una suerte de raigambre de índole técnico que proveía coordenadas de saber sobre las que se actualizaba el saber hacer primigenio).

Poéticamente habita el hombre, escribe Hölderlin para el deleite de Heidegger que dirá, sobre esto, que el poetizar es lo que antes que nada deja al habitar ser un habitar. “Ahora bien, ¿por qué medio llegamos a tener un habitáculo? Por medio del edificar. Poetizar, como dejar habitar, es un construir” (Heidegger 1994:165) que responde a una exhortación del lenguaje mismo. Evidentemente Heidegger pasa por alto la (auto) “poiésis” propia de la deriva técnica de millones de años y gestos y ritmos errantes que permitieron la emergencia y consolidación de una poesía del pensamiento (por usar la expresión de George Steiner) quedándose anclado/prendado solo al florecimiento de lo abstracto. Sin embargo, hacia el final de su ensayo, Heidegger menciona que “el poetizar, en tanto que el propio sacar la medida de la dimensión del habitar, es el construir inaugural. El poetizar es lo primero que deja entrar el habitar del hombre en su esencia. El poetizar es el originario dejar habitar” (Heidegger 1994:176). En este sentido, podemos atender al poetizar como acción/construcción en el medio y del medio (externo), a la par que introyección del dominio técnico en un plano interno; en cuanto gesto que comienza a mostrar, a nombrar esenciando lo que será su decir, balbuceo que anuncia lo que enuncia desde y hacia su casa para sí. Por tanto, esta “poiésis” (que Heidegger asocia tanto a la poesía como a la técnica), al volverse recursiva y autoproductora puede constituir la dimensión de la esencia a la que tanto se alude/elude en el rastreo/escucha del ser. En otras palabras, si atendemos al lenguaje como destinerrancia de corte técnico ensamblado a otros dominios de acción en la deriva del homínido, podríamos seguir aceptando esta idea de la exhortación (de lo contrario, se vuelve un capricho nostálgico e irrisorio del lenguaje como divinización). En este sentido, sin lugar a dudas, la propuesta de Gilles Deleuze y Fèlix Guattari sobre la territorialización-desterritorialización, constituye el más significativo avance en el descentramiento antropocéntrico de esta candente cuestión. En ellos, explícitamente el arte no comienza con la aparición de capacidades abstractas y lingüísticas (es decir, con el sapiens-humano), sino con el animal que territorializa en su respectiva deriva de evolución.

Recapitulemos: el lenguaje, una vez llegado delante (progresión instrumental de lo operacionalizado), permite morar y perdurar en lo desocultado (en nuestra corporalidad que lo ha introyectado) que, no obstante, necesita el estado de ocultamiento (para no ver al mundo como algo puramente proyectado) para dejar-estar-delante lo presente en su presencia (posibilitando/permitiendo la interpelación al ser, la puesta en marcha del pensamiento). Más que de evolución o revolución, por tanto, tal vez deberíamos simplemente hablar de una devolución del hacer instrumental sobre sí mismo, sobre su propia fuente. “Solo lo otorgado dura –nos advierte Heidegger–, lo que dura de un modo inicial desde lo temprano es lo que otorga” (1994:33), razón por la cual el ser humano entra en algo tal que por sí mismo no podría hacer ni inventar (esculpiendo no solo la piedra, no solo lo abstracto, sino también tallando la carne de un cuerpo balbuceado). Volviendo sobre Maturana y Varela, no está de más recordar que “una perturbación del medio no contiene en sí una especificación de sus efectos sobre el ser vivo, sino que es éste en su estructura el que determina su propio cambio ante ella” (1984:64). Y la deriva estructural del homínido (del australopitecus al homo habilis, del erectus al neandertal pasando por el cromañón y el sapiens moderno), dan cuenta de este cambio de estructura con mantenimiento de la autopoiésis que, como particularidad, y lejos de cualquier criterio de espiritualidad suprema o evolución de índole superior, se caracteriza por un quiebre de la transparencia debido a la introyección estructural de la muerte, del lenguaje como dominio de acción y techné. “Quizás –como susurraba Blanchot en El último hombre– no estamos ahí ni uno ni otro y, de esta ausencia, ella misma es la única en llevar el secreto, que ella nos hurta”. He aquí la allokhronía requerida para aprehender la destinerrancia del evento que nos convoca como un eco a la deriva. En la deriva. Una vida…

Conclusiones

Para finalizar, volvamos explícitamente sobre la antropotécnica y el nomadismo de Sloterdijk y Braidotti. Respecto a esta última, y más allá de nuestras divergencias, lo que resulta claro es que si algo define a lo posthumano es una profundización en su carácter virtual y de pertenencias múltiples, su carácter descentrado y fragmentario como potencia/deriva en continuo desarraigo. Esto implica pasar, en definitiva, de un movimiento de la consciencia de acuerdo a sus reflexiones, a un plano en que el motor del cambio es post-conciencial y post-subjetivo hundiendo sus raíces en bios/zoé.

Como plantea Braidotti: “el sujeto es una máquina autopoiética, alimentada por percepciones dirigidas y que funciona como eco de zoé. Esta visión no antropocéntrica expresa un profundo amor por la Vida como fuerza cósmica y asimismo el deseo de despersonalizar la vida y la muerte subjetivas. Esta solo es una vida, no mi vida. La vida que está en no responde a mi nombre: yo solo es algo transitorio” (2009:296, negrita añadida). Pero no sólo yo, también el nosotros es transitivo y transitorio. También nosotros, en conjunto, somos ese eco disuasorio. Tal vez no esté demás destacar explícitamente que, siguiendo a la RAE, una de las acepciones de la palabra “eco” (del griego οἰκο) es literalmente “casa, morada o ámbito vital” (y no sólo, como se suele pensar, repetición, resonancia o repercusión pérfida y banal). De ahí que, en la ciencia, se hable de “eco-logía” y, por nuestra parte, que insistamos tercamente en la necesaria implantación/ profundización de una “eco-filosofía”.

Y es esta paradójica lógica de regreso-eyección de una vida lo que Sloterdijk no comprende más que como impulso ascético-vertical que nos conmina. Por ejemplo, cuando desarrolla el imperativo ético central de su obra –¡Has de cambiar tu vida!– señala explícitamente que se debe poner atención a la verticalidad interna y examinar cómo opera sobre cada uno de nosotros la tracción ejercida por el polo superior. Es más, en una de las anecdóticas y solitarias alusiones superficiales a la deriva de evolución, Sloterdijk dice textualmente lo siguiente: “no sería la marcha erecta lo que hace del ser humano un ser humano, sino la consciencia que surge en él del desnivel interno que causa la postura erguida” (2012:85). Dicho de otro modo, ontológicamente parte de la idea heideggeriana del ser humano como discapacitado de la inautenticidad que, no obstante, puede llegar a ser autentico desplegando su voluntad de potencia en forma de ascesis vertical, es decir, a través de la práctica y el ejercicio, del despliegue de la “antropotécnica” en tanto que dispositivo antropológico de la vida en ejercicio.

Sobra decir que Braidotti no estaría de acuerdo con esto al ver en esta verticalidad un asomo simbólico de falogocentrismo, además de considerar que se erra/distorsiona el diagnóstico del sujeto en falta (el “desnivel interno”) al no tener en consideración el influjo de la vida como zoé centrándose sólo en bios (como buen macho alphilosophicus de raigambre heteronormativo). En otras palabras: colisiona directamente la tensión de verticalidad en procreación ascendente (programa artístico-acrobático que daría por resultado al superhombre) con el horizontalismo nómade realmente ecofilosófico defendido por Braidotti. Dice Sloterdijk, enfáticamente, que de lo que se trata es de “descubrir una forma de vecindad vertical, donde es aún más importante encontrar un modus vivendi acorde con el morador de la vivienda de arriba que con el vecino de al lado” (2012:214). Para el autor, entrar en la lógica de la horizontalidad implica necesariamente una especie de resignatio ad madiocritatem (y allí sitúa al segundo Wittgenstein, al Foucault del periodo genealógico, al segundo Heidegger, y a cualquiera que no apunte a la primacía de la verticalidad), en la medida que todas las ascensiones, en lo espiritual y lo corporal, comienzan con una secesión de lo habitual (lo cual, desde su perspectiva, no se puede realizar sino mediante la ascesis vertical).

Así, el posthumano sería el artista-acróbata que, en cuanto a la dimensión física de su estar-en-el-mundo estaría más cerca de la animalidad que del burgués cultivado, y debido a su desprendimiento de la esfera de lo cotidiano en el peligro a que se expone, estaría más próximo a lo extrahumano. Dicho de otro modo, desde su perspectiva no basta solo con la inmersión y rescate de/en zoé (la corporalidad y animalidad y, por ende, la ecofilosofía, el nomadismo y las pertenencias múltiples), sino también de un componente de peligro que nos haga ir más allá de nosotros mismos (lo cual, en Braidotti, sería atribuido/localizado en el despliegue de la potencia y las pasiones positivas, pero con un sentido de responsabilidad inter-especie que, muy probablemente, visualizaría el riesgo de la creación acrobática antropocéntrica como una cuestión excesiva, peligrosa y desmedida). Enfoquemos el asunto mediante un ejemplo concreto profusamente utilizado por Sloterdijk, a saber, un pasaje del Zaratustra de Nietzsche: “Hacia la altura quiere edificarse, con pilares y escalones, la vida misma: hacia vastas lejanías quiere mirar, y hacia bienaventurada belleza, –¡por eso necesita altura! ¡Y como necesita altura, por eso necesita escalones, y contradicción entre los escalones y los que suben! Subir quiere la vida, y subiendo, superarse a sí misma” (2005:157-158).

Ante esto, Sloterdijk destaca que Zaratustra se propone enseñarle/mostrarle a los hombres “todos los escalones del superhombre” mediante la construcción paradójica de una escala que debe seguir en pie incluso aunque arriba no encuentre nada en donde poder apoyarse. Así, el más potente símbolo de la verticalidad del antiguo mundo –se refiere al sueño de Jacob– sobrevive misteriosamente a la crisis atea y “hasta en la sentencia de Zaratustra –continúa Sloterdijk– de que el hombre es un cable tendido entre lo animal y lo sobrehumano vuelve de nuevo este motivo problemático de un aparato que apunta a la trascendencia sin poder quedar fijado al polo opuesto” (2012:169). ¡Hacia adelante, siempre hacia adelante, alejaos de los campamentos de base!, parece estar diciéndonos Sloterdijk. Pero, ¿no es acaso Braidotti quien nos decía, de igual manera, que “el nomadismo no es fluidez sin fronteras, sino una aguda consciencia de no fijación de límites, el intenso deseo de continuar irrumpiendo, transgrediendo?” (2000:77). Efectivamente, pero la subversión no tiene por qué adoptar el vicio unilateral de la vertical asunción (así como en Braidotti, la horizontalidad, no debería por qué asumir únicamente el sabor de la alegría/pasión de una filosofía afirmativa). Volviendo a la cita de Nietzsche diríamos que lo realmente importante, lo que justifica la necesidad de altura, es el horizonte de las vastas lejanías y la bienaventurada belleza (pero no el mero subir por subir si no soy capaz de incorporar la perspectiva que me otorga el sendero de una vida). Por lo demás, se reconoce explícitamente que se necesitan escalones y contradicción entre los escalones y los que suben, es decir, un movimiento que se contra-dice (contra-dicción, es decir, escucha), que entra en una lógica inversa, que desciende potencialmente como creación irresoluta. En definitiva, no se trata de un mero elevarse por elevarse en una lógica ciega y perversa que se alimenta a sí misma (como la idea de “progreso” ilimitado del capitalismo heredada de la ilustración y el humanismo), sino de ascender para lograr perspectiva y poder contemplar el horizonte y, con ello, todo el trayecto que somos, toda la destinerrancia que estamos actualizando. Realizando. Y así, finalmente, sin más dilación ni demagogia responsabilizarnos.

Nota

Este trabajo se ha realizado en el marco del programa de doctorado Persona i Societat en el Món Contemporani de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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Recibido el 18 Jun 2015
Aceptado el 25 Sep 2015

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X