Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Castro, D. y Miranda, O. 2006. Ciencias sociales y literatura latinoamericana: del rigor científico que aprendimos a una teoría de las emociones. Cinta moebio 25: 77-88

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Ciencias sociales y literatura latinoamericana: del rigor científico que aprendimos a una teoría de las emociones

Social science and Latin America literature: from the rigorous thought that we learned to a theory of emotions

Daniel Castro Aniyar Doctor en Antropología Social (Francia). Académico Universidad del Zulia. Venezuela
Oleski Miranda (oleskimiranda@yahoo.com) Sociólogo (Universidad del Zulia. Venezuela). Magíster en Antropología y Desarrollo (Universidad de Chile)

Abstract

Latin American rigorous thought has consisted of a reconstruction of western rigorous thought. This inflexion is not only limited to literary practice, it also, and most importantly, reaches all sciences, and here visibly touches the social sciences. As such, the relation between literature and the social sciences in Latin America reveals that the scientific knowledge learned, due to the separation of emotions and common culture, has not achieved a thinking of who we are, nor the planning, diagnosis or prognosis about our relationships. As a result, three premises are being proposed: a) the universal is not the opposite of the local, instead it is the opposite of the situational. Therefore, ethnographic method plays a fundamental role in the redefining of scientific rigor for Latin America. b) Emotions are not the result of objectively comparable operations, instead they are a reality in and of themselves. From this it can be taken that we should not only think of the knowledge of emotion, but instead understand emotion as an epistemological dimension permitting the involvement of scientific thought with the common culture of the people and the individuals that give meaning. c) In virtue of this new relation between culture and science, the role of the scientific will be to redefine thought, translated so much in the eidos and the ethos, and serve as a communal cup between communities, institutions, social organizations, individuals, and families, thus contributing to a more transparent and realistic scenario of that which we are and of that which we aspire to be as a people.

Key words: literacy, emotions, ethnography, common culture, identity, rigorous thought.

Resumen

El pensamiento riguroso latinoamericano se ha constituido como una suerte de reensamblaje del pensamiento riguroso occidental.Esta inflexión no se limita solo a la práctica literaria, también y sobre todo abarca a las ciencias, y aquí se hará visible para las ciencias sociales. De hecho, la relación entre literatura y ciencias sociales en América Latina revela que el conocimiento científico aprendido, por separado de las emociones y la cultura común, no ha logrado reflejar lo que somos, ni planificar ni diagnosticar ni pronosticar sobre nuestras relaciones. Se proponen entonces tres premisas: a) lo universal no es el inverso de lo local, sino de lo situacional. Por ello, el método etnográfico juega un papel fundamental en la redefinición del rigor científico para América Latina. b) Las emociones no son el resultado de operaciones comprobables objetivamente, sino que son una realidad en sí misma. De ahí se desprende que no solo pensar en el conocimiento de la emoción, sino entender a la emoción como una dimensión epistemológica, permite involucrar el pensamiento científico con la cultura común del pueblo y los individuos que le dan sentido. c) En virtud de esa nueva relación entre cultura y ciencia, el papel del científico será el de trasladar el saber, traducirlo tanto en lo eidos como en lo ethos, y servir de vaso comunicante entre comunidades, instituciones, organizaciones sociales, individuos, familias, contribuyendo a un imaginario más transparente y realista de lo que somos y de lo que aspiramos como pueblo.

Palabras clave: literatura, emoción, etnografía, cultura común, identidad, rigor científico.

Recibido el 08-02-2006.

“El yo de la poesía
es el yo común a todos los mundos
emocionales de los hombres asociados”
Christopher Caudwell

De la Narrativa a la Realidad que Aprendimos

El pensamiento riguroso latinoamericano se ha constituido como una suerte de reensamblaje del pensamiento riguroso occidental. Lo que reclamó Oswald de Andrade en su “manifiesto antropofágico” o plasmó Lezama Lima en su “horno transmutativo”, sigue siendo la marca de cómo nos observamos y nos conocemos. Incluso en la literatura y hasta en las ciencias sociales el pensamiento latinoamericano forma parte de un espacio ya habitado. Quizás con un gran valor agregado, el de formarse en la convicción -como señala Néstor García Canclini- de que: “la gran literatura está en otros países (y) en la ansiedad de conocer -además de la suya- tantas otras; solo un escritor que cree que todo ya fue escrito consagra su obra a reflexionar sobre citas ajenas, sobre la lectura, la traducción y el plagio, crea personajes cuya vida se agota en descifrar textos lejanos que revelen su sentido” (García Canclini 2001:116).

Esta inflexión no se limita solo a la práctica literaria, también y sobre todo abarca a las ciencias, y aquí se hará visible para las ciencias sociales. La academia en América Latina, podemos decir, es una ecléctica armazón de teorías, métodos y modelos desprendidos de los centros académicos europeos y norteamericano. De allí que sea posible aun referirnos a la antropofagía de la que hablaba De Andrade hace tanto tiempo y que podemos delimitar como las formas de reflexividad y deconstrucción que hacemos del pensamiento occidental. Aludiendo a la obra De Andrade, específicamente al “Manifiesto Antropofágico” de 1928 distinguimos como hoy mantiene su vigencia al ser considerado por muchos intelectuales brasileños como un lente por donde se pueden mirar los procesos que ha llevado a cabo la modernidad europea en Brasil. El “Manifiesto Antropofágico” se puede leer desde distintas perspectivas como la estética, la política, la sociología y antropología, desde todas ellas se interpreta cómo la asunción de lo extranjero sirvió para verter un proyecto modernista ajeno a la sociedad brasileña.

Sin embargo, y con excepción de algunas teorías surgidas desde las ciencias sociales latinoamericanas y que han logrado gran impacto e influencia universal, como en su momento lo originó la Teoría de la Dependencia, ha sido la literatura y la narrativa en específico, las que más han abarcado y se han acercado sistemáticamente a una noción de sociedad en su momento histórico, o a una descripción profunda de la idea de tradición, o han tenido una mirada más precavida de nuestra modernidad. La literatura ha logrado tipos de representación icónica que la misma academia legitima no sin cierta mezcla de envidia y fascinación. Y es que ha sido la literatura quien se ha acercado más a una sociología interpretativa, esto es, en el estilo Weberiano del sentido subjetivo de la acción, donde el despliegue de imaginación es más abundante, que el que han mostrado las mismas ciencias sociales, a pesar del uso preconcebido de la herramientas epistemológicas que ostentan.

Quizás una de las razones más importantes del acierto hermenéutico de la narrativa latinoamericana sobre la realidad social, se advierte en la gran importancia que se le da al lenguaje como canal de la imaginación y la observación. Los procesos de producción literaria llegan al punto de asemejarse notoriamente a una práctica etnometodológica, en la que se concibe el lenguaje, en este caso el narrativo, no únicamente como un conjunto de símbolos o signos, como un modo de representación de cosas, sino como un medio para la actividad práctica del pensamiento. Como lo define Giddens en términos wittgensteinianos, el lenguaje funciona dentro de formas de vida determinadas y los actores lo utilizan rutinariamente como medio para organizar su conducta social ordinaria. Siendo los escritores no solo observadores, sino actores que se observan a sí mismos (Giddens 1997:254).

Dentro de estos señalamientos pensamos que la práctica literaria tiende a ser una práctica etnometodológica, porque aunque detenta el lujo de ser menos rigurosa, se manifiesta por un lado, en una descripción sobre los puntos más importantes de las formas del habla, como puente y doble retorno a la realidad. Retomando a Giddens, literatura y etnometodología entienden que el lenguaje ordinario es el medio por el que los actores organizan su vida social en tanto que fenómeno significativo, más que creer que estudiar una forma de vida implica la comprensión de los modos del habla ordinarios que expresan esa forma de vida (Giddens 1997:254).

Por ello, la conexión entre una y la otra parte entonces de los recursos implícitos en las formas de acción narrativa, ya que el lenguaje ordinario no constituye un tema más a analizar, sino que es un recurso del que todo observador sociológico o antropológico se debe servir para ganar acceso a su objeto investigable, y en él se incluye inmanentemente.

Las novelas y escritos que surgen en nuestra región desde finales del siglo XIX hasta hoy día, abarcan distintos géneros y espacios surgidos como productos del momento histórico que necesitaron retratar o explicar. Entre ellos encontramos la novela indígena (Indio Alfonso de Bernardo Guimaraes, 1875), así como la novela rural y el neoindigenismo (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, 1929; “Los Ríos Profundos” de José Maria Arguedas, 1958), pasando por los primeros textos urbanos que tienen su referente en este contexto (“El Juguete Rabioso” de Roberto Alt, 1926 ó Fervor de Buenos Aires de Jorge Luis Borges,1923), hasta llegar a lo que conocimos como el “Boom” Latinoamericano de la mano de Donoso, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Cortazar, entre otros. En todos ellos es posible observar que los cientos de movimientos literarios no sólo incorporaron la dimensión cultural del entorno, sino que manifiestan una realidad histórica específica que influye determinantemente en el escritor. Kristeva figura esta influencia desde un análisis de lo literario basado ya no en el intercambio de sentidos (códigos), sino en la producción de sentidos. La literatura, de este modo, no es texto cerrado, sino texto que tiene sus relaciones estructurantes con otras prácticas significantes del espacio social (Kristeva en Salas de Lecuna 1992).

En muchos de los movimientos literarios, al ser vistos desde la perspectiva de la sociología, se encuentra un nicho importante donde lo estético se entrelaza con la realidad social que impulsa la creación artística o la necesidad de contar una historia. Esa necesidad de expresión es lo que Goldmann ha llamado trasposición artistica de la realidad. Es este espiral de la representación, el mismo que ha llevado a autores como Lukacs y Goldmann a demostrar que el análisis sociológico de la literatura ha planteado correlacionar, en términos nomológicos, la forma (estructura) del mundo literario con la estructura del medio social, donde la obra ha sido en efecto producida (Castro 1986).

Pero quizás sea el género que inaugura Montaigne, el ensayo, el que más se acerca a esa necesidad explicativa del hombre con el entorno, para luego devenir en un proceso de producción de sentido estructurado con otras prácticas significantes del espacio social. Uno de los mejores ejemplos se encuentra en “El Laberinto de la Soledad” de Octavio Paz, donde un conjunto de tejidos textuales desentrañan profundamente la identidad mexicana.

Para ello, hay que evitar confundir esta idea con el propósito de la sociología de la literatura, eso que para autores como Luckas y Goldmann no es más que filosofía, y en la que se entiende el proceso de interpretación de una sociedad o cultura en virtud del producto acabado, en este caso, el texto o libro y su influencia en el medio social. Puesto que, en lo relativo al peso epistemológico de la literatura sobre el rigor científico, resulta ser mucho más atractivo el proceso de producción y la manera cómo el entorno se integra con quien suscribe la obra. Para José Antonio Castro (1986:82) la literatura enfocada más allá del simple interés filosófico/sociológico por el objeto literario se remonta, prácticamente, al siglo XVII en las obras de Vico. Castro también alude al “Madame de Stael”, un libro que apareció en la Francia del 1800. Este enfoque es el por él llamado de la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales y que es siempre un punto de referencia acerca de la confluencia de la literatura y lo social, en tanto dimensiones del conocimiento.

Quien se haya empapado con la literatura latinoamericana sabe que los temas que abarcan la misma son una confluencia de corrientes, tendencias y saberes que cubren desde ideas de democracia hasta el desmenuzamiento psicológico de los más variados dictadores y caudillos de estas tierras, donde a su vez se reflejan, con énfasis particular, el choque entre tradición y modernidad, las ideas de progreso, los grandes modelos libertarios, la lucha antiimperialista, la vuelta a la tierra y a los héroes, etc. Temas todos que acompañan sin duda la épica y los personajes de las novelas, poemas, cuentos e historias que conforman una especie de andamio desde donde al mismo tiempo, se ha sido cimentando una posible identidad latinoamericana. De modo que Utopía e Identidad parecen ser los constituyentes de una tensión fértil que posibilita la descripción, pero que también libera una comprensión objetiva de la realidad.

Este entramado se hace parte del discurso que tomó gran fuerza con las luchas libertarias, en la revolución cubana y otros procesos que se fueron desprendiendo de ésta. Un ejemplo de ello, es la Teología de la Liberación, entre otros pensamientos adecuados (Criminología de la Liberación, Filosofía de la Liberación, etc.), lo que llevó a los grandes centros académicos europeos y norteamericanos a centrarse en los discursos tercermundistas categorizantes. Se pasó a ver al otro tercermundista, ya no con el lente que lo llevaba a buscar el progreso deseado y a vencer la barbarie, sino más bien desde la búsqueda de la revolución necesaria para cambiar las condiciones del vivir, dando continuidad a los utopismos de los sesenta y setenta a lo largo de los ochenta. Santiago Gómez-Castro señala que en muchas universidades metropolitanas, la "marginalidad", la "alteridad" y el "tercermundismo" se convirtieron incluso en nuevos campos de investigación académica capaces de movilizar una buena cantidad de recursos financieros. De allí que en estos centros metropolitanos surgieran entre los finales de los 70’s y principios de los 80’s del siglo pasado, los estudios post-coloniales, pero de la mano ya de académicos (Ranajit Guha, Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty y otros) provenientes de países periféricos. De esta manera Gómez-Castro formula que: “… a partir de saberes ya consolidados institucionalmente como la antropología, la crítica literaria, la etnología y la historiografía, los teóricos poscoloniales articularon una crítica al colonialismo que se diferencia sustancialmente de las narrativas anticolonialistas de los años sesenta y setenta. Como es sabido, en aquella época se había popularizado en los círculos académicos un tipo de discurso que enfatizaba la ruptura revolucionaria con el sistema capitalista de dominación colonial, el fortalecimiento de la identidad nacional de los pueblos colonizados y la construcción de una sociedad sin antagonismos de clase, todo al interior de los espacios geopolíticos abiertos por la guerra fría y en el ambiente creado por los procesos independentistas de Asia y África. La crítica al colonialismo se entendía como una ruptura con las estructuras de opresión que habían impedido al "Tercer Mundo" la realización del proyecto europeo de la modernidad” (Gómez-Castro 1998).

Es este el ambiente de encuentros y desencuentros en el que actualmente la sociología y las ciencias sociales en general se desenvuelven, produciendo el estado y la necesidad de lo que Rigoberto Lanz (Alarcón y Gómez 2001:15) señala como la autonomía epistemológica, por la cual es hoy muy difícil entender lo social desde el cepo institucional homogeneizado en el que se había mantenido por años y por la cual hasta hace poco era espinoso pensar fuera del conjunto de signos que conforman la estructura del saber constituido y codificado en la red productora de sentido. Esto es lo que plantea Lanz al respecto: “… el oficio de sociólogo consiste hoy en nuevo aprendizaje caracterizado básicamente por la incertidumbre, por el juego de indeterminaciones, por el predominio de lo irrupcional, por la lógica fragmentaría que rompe las pretensiones unificadoras de la gran teoría, por el nomadismo de los actores sociales, por el desorden y el caos, por la aceleración de los tiempos, por los desquiciamientos de los criterios de realidad, por el carácter efímero de lo social, por la obsolescencia de los conceptos, por la fragilidad de lugares de observación” (Lanz en Alarcón y Gómez 2001).

Pero quizás es entonces la libertad y el manejo de un discurso crítico lo que ha llevado al escritor latinoamericano a concebir en textos dispersos un discurso articulado sobre el mestizaje, las relaciones de poder, la particularidad cultural del continente y tantos otros temas, sin el cuadrante preconcebido y regulador de un saber establecido. Es la misma necesidad de reinvención y descubrimiento lo que ha impulsado formas de descripción y explicación de lo que es ya cotidiano y normal a nuestras narices, pero que no terminamos de entender científicamente. Este proceso se ha llevado a cabo bajo un manto de transformaciones persistentes que muestra la capacidad de adaptación y manejo de los códigos del entorno, y estas transformaciones han sido la constante y resultado de la misma sociedad en la que los escritores se desenvuelven desde que los primeros europeos pisaran América, simbolizando un río de cambios en movimiento que no ha cesado a la constante pronunciación de nuevas valoraciones y pensamientos.

El Rigor Científico que Aprendimos

Ahora bien, nada más cómodo para defender los atisbos románticos del localismo latinoamericano, que anunciar la derrota previa de cualquier intento por reconstruir el rigor científico con el argumento de que éste es como una trampa cartesiana que, como el Mago de Oz al final del camino, ya no tiene más nada que dar (Castro Aniyar 1999). Para América Latina, la ciencia sigue siendo un imperativo de desarrollo y supervivencia y, como las experiencias económicas y políticas que anunciaba Sunkel y que ahora corren por nuestras poblaciones, es igualmente imperativo el crecimiento lúcido de una epistemología endógena translógica, compleja, útil y ética.

La relativa inoperancia del rigor científico para producir un conocimiento convincente para las sociedades latinoamericanas tiene, al menos, un origen en la clásica tensión entre ethos y eidos. Por un lado, el conocimiento luce brillante cuando procede de un método comprobable, universal e, incluso, que responda adecuadamente a las racionalidades escolásticas en vigor o, al menos, a sus terminologías. Por otro lado, el conocimiento luce poco serio, oscuro, ambiguo cuando procede de un método subjetivo, situacional y que responde a la axiología de la cultura en la que se inscribe. El rigor científico asume que el conocimiento es eidos, esto es, un sistema capaz en menor o mayor medida de abstraer empíricamente categorías, tipos, de la realidad materialmente observada, a partir de los cuales se construyen los edificios teóricos. En contraparte, es posible convivir con las abstracciones afectivas solo si éstas se comprometen a lucir como adorno del rigor cartesiano. Se les teme porque se presentan excesivamente dinámicas, de comportamiento poco confiable y de carácter exclusivamente sucedáneo, esto es, que las emociones son marcas que en el cuerpo inscriben las operaciones supuestas racionales con el entorno. El eidos como materia prima del rigor científico entiende al conocimiento en virtud de la secundarización de las emociones (Castro Aniyar 2004).

En lo concreto, los fundamentos empiristas del positivismo moderno actúan sobre el conocimiento tratando de a) no dejar espacio a dudas de su carácter excluyentemente científico y b) evidenciar la superación de "las tendencias conceptuales de antiguos atomistas y sofistas" (Martindale 1971:66).

Son muy conocidos sus postulados, a partir de Hume: "Que los hombres se persuadan plenamente de estos dos principios: que no hay nada en ningún objeto, considerado en sí mismo, que pueda darnos una razón para sacar una conclusión más allá de él. Y que incluso después de observar la frecuente o constante conjunción de objetos, no tenemos razón alguna para inferir nada que no se refiera a otro objeto cualquiera, fuera de aquellos de los que tuvimos experiencia" (Hume en Martindale 1971:67).

¿Es la experiencia emocional un puente entre la realidad y el sujeto o solo una dimensión sucedánea de una realidad materialmente medible? ¿Puede ser la emoción materia? Aquí, como se ve, es importante comprender cómo se ha discutido esta idea específica de experiencia y cómo se ha desplazado de su ontología a su reconstrucción en una simple definición: la experiencia es razón, es lógica y es sensorialidad. Los fundamentos del empirismo difícilmente se distraen de la división pensamiento/sentimiento, tan característico en la Ilustración: "Si se aplican estos principios, pronto se descubre que carecemos de fundamentos patentes para aceptar algunas ideas tradicionales de la mayor trascendencia como la idea de Dios, el yo, el mundo físico, la causalidad…" (Martindale 1971:68).

Es precisamente esta discusión la que va a continuar hasta incluir el problema de la subjetividad en el nuevo empirismo, muchos años después. Mientras tanto, "… el correspondiente mundo subjetivo y mental también fue reducido a un montón de sensaciones ligadas por lazos de carácter asociativo. El espíritu, fortaleza de la metafísica tradicional, fue reducido al nivel de la naturaleza, quedando así sujeto, a menos potencialmente, a la aplicación de los mismos métodos científicos que tan fecundos resultaron en el estudio de la naturaleza" (Ruggiero en Martindale 1971:68).

Pero, antes de los neoempirismos y de los neopositivismos, fue el mismo Freud quien creó las bases a un conocimiento de la naturaleza humana y de sus relaciones con el mundo a partir de entender a las emociones activamente en el constructo teórico de la ciencia.

La psicología spenceriana, tributaria de una estéril interpretación del evolucionismo darwiniano, jamás hubiera permitido ni legitimado las teorías de Freud, precisamente, por razones de método. Maury explica que esta es la razón por la que Freud comienza a desensamblar los sistemas terminológicos de la psicología de entonces, para liberarse en otra dimensión denotativa y evitar enfrentamientos con la academia de entonces. Así, Freud se aleja de la palabra psicología, instintos, expresión, conducta, por un acercamiento ambiguo y resemantizador a través de términos como psicoanálisis, pulsión, sublimación, etc. (Maury 1993).

El gran pecado de Freud es creer que las emociones constituyen una fuente de conocimiento. Así explica Freud el problema de la observación interior y la escucha flotante: "Me preguntareis ahora -y muy justificadamente por cierto- cómo no existiendo criterios objetivos para juzgar el grado de veracidad del psicoanálisis, ni posibilidad alguna de demostración, puede hacerse el aprendizaje de nuestra disciplina y llegar a la convicción de la verdad de sus afirmaciones… El psicoanálisis se aprende, en primer lugar, por el estudio de la propia personalidad, estudio que, aunque no es lo que rigurosamente calificamos de autobservación, se aproxima bastante a este concepto. Existe toda una serie de fenómenos anímicos muy frecuentes y generalmente conocidos que, una vez iniciados en los principios de la técnica analítica, podemos convertir en objeto de interesantes autoanálisis, los cuales nos proporcionarán la deseada convicción de la realidad de los procesos descritos por el psicoanálisis y de la verdad de sus afirmaciones" (Freud 1967 [1916]:154).

En la obra de Freud, ante la mirada inquisidora del rigor empirista/positivista, se avanza hacia la idea de que la lectura sicoanalítica del paciente debe ser en sus fundamentos, afectiva, y luego ser contrastadas con las estructuras de la energía síquica que verificarán la pertinencia interpretativa. En otras palabras: las emociones e, incluso las propias emociones del analista, son la materia prima de este nuevo método científico. Todo esto al menos, conlleva dos implicaciones: La validación o, aún más, la verdad de esas emociones son también la verdad de los sujetos. La emoción no está sujeta a la comprobación por la lógica: ellas son parte de la esencia mutable e inmutable del ser.

La pretensión de realidad del método científico del psicoanálisis es análoga a la del racionalismo cartesiano, solo que de manera invertida: sé del mundo, no solo lo que yo pienso racionalmente de él, sino también lo que yo siento de él. El yo es, como en Descartes, una categoría mitogenética, pero, a diferencia del racionalismo, reposa también en una esencia misteriosa que centra al ser ante la interacción con los otros. El otro, por su parte, al compartir su naturaleza con el yo, hace susceptible una nueva verdad constitutiva, fundadora y estructuradora de las relaciones sociales y la sociedad.

No es justo para el lector de este trabajo repetir los postulados centrales de la obra de Freud, pero sí es conveniente puntualizar algunos aspectos: En su obra, en particular "El Malestar de la Cultura" (1996) [1930], es apreciable un enfrentamiento entre la civilización y la naturaleza humana, consistente en la represión del yo, esto es, del equilibrio entre su naturaleza hedónica (representada, entre otras cosas, por el deseo erótico sexual, el deseo de poder y el impulso de agresión) por parte de la sociedad privadora. Dice: "…la sociedad civilizada se ve amenazada de continuo con la desintegración debido a esta hostilidad primaria de los hombres entre sí" (1996:38). El resultado es que el hombre civilizado no puede superar este desequilibrio, frustrándose y comportando por siempre una personalidad neurótica, aunque pueda crear estrategias para un equilibrio subjetivo, a llamarse felicidad o supresión del sufrimiento.

Freud ha marcado un salto de dimensiones al análisis de las emociones. El yo, entre los vientos del consciente y los mares del inconsciente, también es el cuerpo. Y éste no se presenta como un factor racial o de operatividad biopsicomotora con el mundo, sino como un canvas sobre el que se inscribe el enfrentamiento entre natura y cultura. El pensamiento humano y la acción social van a constituirse como verdad, en tanto sean un constitutivo emocional (pulsional, hedónico, libidinal) de la cultura. A partir de Freud es posible pensar que el cuerpo es un lugar de la verdad del yo, y el lugar donde se inscribe la cultura.

Y el cuerpo es, precisamente, el eslabón perdido del rigor científico, pues es el sitio donde resuenan esas energías incomprobables que llamamos emociones.

Jung (1997) [1964], más allá de la lógica familiar (el complejo y la infancia freudianas) va a transformar a la libido en una energía síquica, a veces arquetípica, a veces circunstancial, a veces ambas, materializadas a través del daydream, en los símbolos. Éstos serán la materia fundamental de la cultura y del fenómeno humano. A partir de él es posible hablar con propiedad de la significación, como la unidad psicoemocional que confiere integración a la cultura.

La significación, a diferencia del sentido (a veces también llamado significado, pero de manera muy diferente a la tradición sociosemiótica inaugurada en Barthes) en ciertas fenomenologías, como la weberiana y bergeriana (Weber 1922, Berger y Luckmann 1963), supone una realidad no comprobable por instrumentos científicos: "Así es que una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un aspecto inconsciente más amplio que nunca está definido con precisión o completamente explicado… ni se puede esperar definirlo o explicarlo. Cuando la mente explora el símbolo se ve llevada a ideas que yacen más allá de la razón" (Jung 1997:18).

Jung incluso explica que todo símbolo comporta una suerte de trastienda que, no solo está compuesta por connotaciones y posibilidades asociativas, sino que corresponde a arquetipos extraindividuales, y se revela al ser a través de las emociones: "Al hombre le gusta creer que es dueño de su alma. Pero como es incapaz de dominar sus humores y emociones, o de darse cuenta de la miríada de formas ocultas con que los factores inconscientes se insinúan en sus disposiciones y decisiones, en realidad, no es su dueño. Estos factores inconscientes deben su existencia a la autonomía de los arquetipos" (Jung 1997:80).

Con respecto a la emoción como evidencia del pensamiento inconsciente, asegura: "Para la mente científica, fenómenos tales como las ideas simbólicas son un engorro porque no pueden formularse de manera que satisfagan al intelecto y a la lógica. Pero, en modo alguno, son el único caso de este tipo en psicología. La incomodidad comienza con el fenómeno del afecto o emoción que se vale de todos los intentos del psicólogo para encasillarlo en una definición. La causa de esa dificultad es la misma en ambos casos: la intervención del inconsciente" (Jung 1997:86).

De modo que las emociones, tanto en el yo de Freud como en el símbolo Jungiano, constituyen formas de la integración de la realidad que vive el sujeto, y de éstas últimas depende la posibilidad de lograr la felicidad (Freud 1996:14-43) o escapar de la neurosis: "Al crear el conocimiento científico, nuestro mundo se ha ido deshumanizando. El hombre se siente aislado en el cosmos, porque ya no se siente inmerso en la naturaleza y ha perdido su emotiva ‘identidad inconsciente’ con los fenómenos naturales… Su contacto con la naturaleza ha desaparecido y con él, se fue la profunda fuerza emotiva que proporcionaban esas relaciones simbólicas" (Jung 1997:92).

Quizás sin todas las predeterminaciones estructurales de la personalidad características del psicoanálisis Freudiano y Lacaniano, ni la arquetipología jungiana, esta idea de ‘simbolo’ va a permanecer en la semiología por venir, se va a enfrentar a la monodimensionalidad de la idea de ‘sentido’ en Weber, va a destacar el lado connotacional de toda práctica cultural y va a permitir instrumentos para una comprensión flotante de las artes y la comunicación en general. En los años 60, 70 y 80, la Escuela de Frankfurt será tributaria de esta tradición y, desde la contraparte neopositivista, Popper insistirá, por motivos similares a los expuestos arriba, en la acientificidad de la psicología (Adorno y Popper 1979).

Es por este origen que la semiología permitirá a George Devereux argüir que los preceptos simbólicos emocionales dan, al número infinito de piezas del mundo percibido, algún tipo de unidad integrada: “La simbolización ayuda a mantener las capacidades segmentadas del hombre juntas y alienta un involucramiento directo, de más alcance, con la situación” (Devereux 1979, en Levy 1989).

Como se verá, una idea nada desdeñable para construir una teoría latinoamericana de las emociones y la identidad.

Lo Que No Aprendimos

La música, como muchos de los procesos de vida del tipo de los que se acaban de enumerar, puede y ha sido tradicionalmente entendida como un sistema de señales formales (instrumentación, técnicas armónicas, evolución histórica...), o puede entenderse por sus señales de interpretación simbólica, al estilo de Mauss y de las construcciones simbólicas (folcloricidad, generacionalidad, subcultura...). Sin embargo, si pretendemos pensar en música como una materia sonora que mueve las significaciones o como significaciones que mueven la materia sonora y, además, nos ponemos en el ángulo de la observación en la que nuestro propio cuerpo recibe lo que desde afuera pareciera solo información simbólica eidos, la música tendrá siempre un algo más. Ese algo más no es ni un lujo, ni un añadido, ni una falsa ilusión producto de los delirios de la Observación Interna. Barthes lo explica así en sus tres escuchas (Barthes 1980).

La escucha primera es la escucha de los índices. Una pieza de cerámica que cae al piso asusta, inquieta o advierte que hay un extraño en la habitación contigua. El personaje de El Castillo de Kafka tiene progresivamente conciencia de que no está solo en el espacio de los ecos y las alturas del edificio. Él escucha índices.

La segunda escucha es la de la comunicación. El habla interior, el habla con Dios, el teléfono. El código discreto y digital que caracteriza el lenguaje, y las convenciones analógicas del signo icónico (Eco 1972).

La tercera escucha es la escucha flotante de Freud y Lacan. La elevación producida por un canon de Bach, o la pulsión liberadora de Pérez Prado son escucha flotante. Las emociones son información emocional, no solo racional, y se inscriben en el cuerpo integrando lo cognitivo, la personalidad, la cultura y su neurofisiología. Es la escucha empática en la que los sueños del observado tienen sentido a través de los del observador, así como a través del pulso riguroso que es propio a la lectura del hecho social.

No es posible entender música ni lo que ésta dice de las sociedades y culturas que integra, sin esas tres experiencias auditivas. El concepto “Entendimiento” desarrollado para la música tiene ese sentido (Castro Aniyar 1999).

Por ello, la crítica al cartesianismo en el discurso sobre emociones no logra integrar en el análisis científico las ideas de eidos y ethos (reunirlos, o dislocar su diferencia), dada la naturaleza del método al que le debe la vida, un empirismo que dice solo considerar como materia de la experiencia lo que puede racionalizar.

Sharma (1996: 262) cita al músico C P E Bach, en un texto de 1974: “Un músico no puede mover a los demás si no es movido él también. Necesita por obligación sentir todos los afectos que él espera motivar en su audiencia, para revelar que su propio humor estimula un tipo de humor similar en el oyente. En pasajes languidecientes, tristes, el intérprete debe languidecer y crecer en tristeza. Así la expresión de la pieza será percibida más entrañablemente por la audiencia”.

La autora entiende a partir de este texto que el momento interpretativo es un momento empático y nace de la imaginación de la emoción del otro. En otras palabras, y esto es fundamental en este ensayo: a través de la reconstrucción imaginativa de una emoción que es socialmente reconocible, y actuando en los sentimientos que le corresponden (no solo yendo a través de las señales externas) es que la comunicación corporal es posible.

John Leavitt (1996), por su parte, revisa directamente este problema. El autor sostiene, de manera similar a este texto, aunque por un camino diferente, que a la literatura reciente sobre emociones le es fácil escribir sobre la necesidad de trascender la dualidad entre eidos y ethos, pero al momento de la práctica etnográfica y en los comentarios de pasillos (hallways) de las universidades, se convierte en tomar tendencia por otra dualidad, la del culturalismo (emoción es significación) versus la del biologicismo (la emoción es el cuerpo físico).

Sin embargo, sostiene que es posible encontrar tres estrategias para repensar y resentir la emoción:

a) Un desvío, vía el pasado. Una descripción de las emociones basada en la filosofía de Spinoza (en complicidad con Vygotsky y Althusser, en la modernidad) colocaría a las ideas de Dios y Naturaleza, mente y cuerpo como una sola substancia. De hecho, Spinoza responde a Descartes sosteniendo una posición diferente: “Spinoza no asume ninguna división pero trata a las emociones como vectores positivos o negativos de un sentimiento cognoscido, el cual asume tonos determinados por términos emocionales que dependen de la situación del sujeto. Este modelo considera a las emociones fuera del dominio de la individualidad pura y las incluye en un mundo interactivo vivido por la mente/cuerpo” (Leavitt 1996:526).

b) El análisis de la experiencia colectiva. En Radcliffe-Brown y sobre todo en Victor Turner, se han tratado las simbolizaciones en el contexto del ritual cultural, espacio puntual donde se evocan y se comparten sentimientos y asociaciones. La data recogible de esas experiencias etnográficas también son las emociones y muchos antropólogos como Kapferer y Crampazano, se han sentido en la libertad de hurgar simultáneamente “memorias de infancia, situaciones de la vida cotidiana, expectativas culturales, mitos, definiciones, emociones observadas, la fisiología del movimiento corporal, y cualquier otra cosa que haya sido pertinente” (Leavitt 1996:527). La intención de esta actitud del análisis es detectar los discursos y definiciones que envuelven a la gente, a la vez que sus motivaciones y la reconstrucción de resonancias, tanto en lo individual como en lo colectivo.

La base de esta idea es que si las emociones son sentidas y compartidas colectivamente, es posible una interpretación afectiva y no solo de su explícita cognición cultural.

c) Empatía y simpatía. Si bien es cierto que no parece posible saber lo que alguien siente, también es cierto que tampoco es posible saber lo que alguien piensa por lo que dice. La emoción no es un hecho privado, o no lo es, al menos, en la misma medida de la significación ideática. Si la segunda es colectiva y pública, la primera también puede serlo. De ahí se desprende que, si se pretende leer el significado de palabras, gestos y lágrimas, es porque compartimos un lenguaje común y cultura o hemos aprendido sus sistemas sígnicos. La cosa, entonces, no es un asunto de verdad sino de traducción (Leavitt 1996:530).

Los construccionistas sociales no han leído las emociones en sí, sino los significados que portan esas emociones en su contexto. Pero el etnógrafo o lector puede utilizar sus propios sistemas de afectos compartidos como material de base, a partir del cual trabajar sus propios feelings, adecuándolos y modelándolos en la experiencia afectiva del otro, creando así un lenguaje paralelo, como se hace corrientemente en cualquier proceso de traducción.

El reconocimiento empático es parte de cualquier relación humana: la empatía existe, sucede. Claro que ésta no es más que una primera impresión por trabajar; es real pero también es solo el comienzo de un proceso más completo que se llamaría simpatía (sum-patheia, “un alineamiento de los afectos propios para construir el modelo de lo que lo otros sienten”). La empatía, por contraste, sería solo el proceso de una comunión espontánea.

Realinear el sistema de los afectos propios para modelar el del otro, no es, en sí nada demasiado nuevo: es lo que los socioantropólogos hacen cuando tratan de leer los sistemas de significado y le atribuyen susceptibilidad de lectura porque están socialmente contextuados y son la expresión de cuerpos socializados. Aunque no siempre lo reconozcan, la situación, la densidad, la coexistencia, hace posible traducir la significación emocional de los hombres, aunque las teorías previamente racionalizadas pesen sobre sus hombros. “Si bien uno no puede experimentar directamente lo que los demás experimentan, debería ser posible construir modelos inteligibles y potencialmente sensibles (capaces de sensibilidad) de sus experiencias usando el material de uno mismo sobre el cual trabajar” (Leavitt 1996:530). “Como los significados, también los sentimientos (feelings) son largamente un asunto de hábito” (Leavitt 1996:531), solo un uso especializado del lenguaje puede producir una traducción de esos sentimientos al discurso científico. Pero al traducir, se produce una visibilidad de la cultura propia en la del otro y viceversa, a través de aquello que hace corpóreo y significativo a la cultura, precisamente, la emoción.

Por tanto, el efecto político del acto de traducir las emociones del otro a través de las de uno mismo, es esperado, y es un campo fértil (quizás, el más fértil de todos) para el entendimiento de la identidad.

Conclusiones

La relación entre literatura y ciencias sociales en América Latina revela que el conocimiento científico aprendido, entendido separadamente de las emociones la cultura común, no ha logrado reflejar lo que somos, ni planificar, ni diagnosticar, ni pronosticar sobre nuestras relaciones. El pensamiento científico social latinoamericano ha necesitado de la literatura latinoamericana como una persona con discapacidad necesita de sus muletas. Como la música concreta necesita del cine para sobrevivir. Como el futurismo necesita de la nostalgia. Se trata de un papel que el rigor científico debió jugar a la medida de la singularidad afectiva de nuestros pueblos pero que, atemorizado, acomplejado frente a sus padres europeos, no logró satisfacer más que el espejo de un civilizado aprendiendo la lección.

En general, los matices locales, jamás retaron realmente el pensamiento eurocentrado, puesto que se satisfacían en la sola denuncia de dominación. Los matices locales fueron incapaces de responder dentro el juego que realmente debían jugar: en la creación de un método de producción de conocimiento desde la cultura del pueblo que hace ciencia.

Algunos intentos interesantes se produjeron en el área de la economía, la historia y la teología, como la escuela de la Dependentología, o las Teorías de la Liberación. Algunos autores, como ahora se hace en este ensayo, han reconocido por años la misma necesidad de autenticidad. Pero nunca se liberó una epistemología desde la cultura común, tal como se produjo en otros países (quizás porque aun ella es invisible para ciertos horizontes dominantes de los campos culturales académicos).

Algunos postmodernismos también percibieron esa realidad, pero se conformaron con acusar a la ciencia y su pensamiento racionalmente centrado de ser la génesis de la debacle anunciada.

Pero la ciencia, entendida como rigor del conocimiento, ya hemos visto, en nada tiene que ver con esas acusaciones. Por el contrario, dejó puertas abiertas para que lo subjetivo no se escapara del rigor, y con ello, que las culturas, raíz de toda ciencia, incluyendo a las ciencias sociales aprendidas, participara en una idea madura, diversa y enérgica de verdad y conocimiento.

No es casual que en ejemplos de estudios recientes sobre la música (Castro Aniyar 1999), la literatura (Miranda 2002), la sexualidad (Gibb 1999), la glosolalia y el habla profética (Leavitt 2001), la danza (Brennan 1999) o el cuerpo como instrumento de curación (Sharma 1996), el conflictivo tejido entre emociones y sociedad presenten metodológicamente algunas diferencias, a primera vista pequeñas, pero metodológicamente cruciales para una perspectiva postcartesiana de la experiencia en el rigor científico.

Estas diferencias se sostienen en tres premisas, y éstas son las mismas que sostienen este ensayo: a) Lo universal no es el inverso de lo local, sino de lo situacional. Lo situacional, como en la acción narrativa, no solo es la dimensión en la que el conocimiento se libera de los formalidades escolásticas (aunque sin necesariamente contradecirlas), sino que constituye la fuente de la imaginación sociológica más estable y poderosa. El método etnográfico juega entonces un papel fundamental. Su óptica devuelve el mundo de vida al sociólogo alienado, y hace visible a la cultura común su verdadero carácter, subjetivamente verificado.

b) Las emociones no son el resultado de operaciones comprobables objetivamente, sino que son una realidad en sí misma. Además, no solo es científicamente posible sino que ya existe una tradición académica en la eurociencia del siglo XX en la que la lectura de las emociones y a través de las emociones es posible mediante la aplicación de modelos creados rigurosamente con el material emocional del transcriptor. No solo pensar en el conocimiento de la emoción, sino entender a la emoción como una dimensión epistemológica, permite involucrar el pensamiento científico con la cultura común del pueblo y los individuos que le dan sentido.

c) Estos dispositivos tienen efectos políticos puesto que poseen la capacidad de activar una nueva relación entre ciencia y cultura. Hacen nuevamente posibles las ideas de utopía e identidad, clásicas en la literatura latinoamericana desde el siglo XIX, pero de una manera más compleja y multidireccional, ya que no se desprenden de un pensamiento preconcebido, formulado, sino más bien de una lectura a muchas voces, desde la cultura popular en todas sus coordenadas. El científico traslada el saber, lo traduce en lo eidos y en lo ethos, y sirve de vaso comunicante entre comunidades, instituciones, organizaciones sociales, individuos, familias, contribuyendo a un imaginario más transparente y realista de lo que somos y de lo que aspiramos como pueblo.

Nota

(1) Veáse: Carlos Basualdo “Visitas de Taller, Ernesto Neto” originalmente en la Revista “Trans”.

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Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X