Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Venables, J. 2013. Hacia una ontología de la realidad social desde la filosofía de John Searle. Cinta moebio 48: 115-135. doi: 10.4067/S0717-554X2013000300001

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Hacia una ontología de la realidad social desde la filosofía de John Searle

Towards an ontology of social reality based on John Searle’s philosophy

Mg. Juan Pablo Venables (jpvenables@yahoo.es) Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad Austral de Chile (Valdivia, Chile)

Abstract

This paper critically reviews the principal elements of Searle’s proposed social ontology which is scattered in different books and papers. It discusses the philosophical and conceptual affinities between his philosophy of social reality and sociological theory, and proposes some solutions to dilemmas arising from the strong mentalism of his proposal, using tools from classical sociological theory and the sociology of knowledge. The main objective is to help lay the foundation for a comprehensive social ontology, whose structure is supported by the complementarity between the proposed Searle's social ontology and sociological theory.

Key words: ontology of social reality, collective intentionality, institutional facts, language, mind.

Resumen

Este artículo revisa de manera crítica los elementos fundamentales de la propuesta de ontología social de Searle que se encuentra diseminada en sus diversos libros y artículos, abordando analíticamente aquellos aspectos que dan cuenta de las afinidades filosóficas y conceptuales entre su filosofía de la realidad social y la teoría sociológica, utilizando herramientas provenientes de la teoría sociológica clásica y de la sociología del conocimiento. El objetivo principal es contribuir a sentar las basespara una ontología social comprensiva, cuya estructura esté sustentada por la complementariedad entre la propuesta de ontología social de Searle y la teoría sociológica.

Palabras clave: ontología de la realidad social, intencionalidad colectiva, hechos institucionales, lenguaje, mente.

1. Introducción: dualismo versus monismo ontológico

En líneas generales, el proyecto filosófico de John Searle se inscribe dentro del campo de reflexión de sus maestros Austin y Strawson, por lo que mucho de su producción está referida a la filosofía del lenguaje y de la mente, destacándose sus contribuciones al desarrollo de la teoría de los actos de habla, de la intencionalidad y de la conciencia (Searle 1992, 1994, 2000, 2001b, 2004). Pero su campo de reflexión no se limita a los descritos. Como consecuencia del desarrollo de estas líneas de investigación, desde mediados de los 90 hasta la actualidad el proyecto filosófico de Searle se amplía, persiguiendo objetivos de integración e interrelación de estas líneas. Como él mismo sostiene: “quien escribe libros sobre temas diversos habrá de sentir finalmente la necesidad de escribir un libro explicando cómo esos diversos temas se relacionan entre sí” (Searle 2001:11).

La búsqueda de ese espacio de interrelación lleva a Searle a interesarse por el estudio de la realidad social, entendida como el espacio donde esas distintas líneas de investigación confluyen. En este marco, publica La Construcción de la Realidad Social en 1995, Mente, Lenguaje y Sociedad en 1998, y finalmente, Making the Social World en 2010.

En este contexto y con ese afán de integración, Searle plantea preguntas fundamentales y a la vez altamente estimulantes para el estudio de lo social, que dan cuenta de las distintas líneas de investigación mencionadas y que guían su «filosofía de la realidad social»: ¿cómo se relacionan las palabras con el mundo?, ¿cómo pasamos de partículas físicas a estados intencionales y de conciencia?, ¿cómo representan las palabras a las cosas?, ¿cómo se relaciona la realidad social con los hechos físicos brutos? Y finalmente, ¿cómo se interrelaciona todo?

Este intento por postular una cosmovisión –un sistema filosófico– alcanza su máxima expresión en la pregunta principal que atraviesa su filosofía de la realidad social, y que hace décadas se erige como el eje de su trabajo: “¿cómo podemos dar cuenta de nosotros mismos, con nuestros peculiares rasgos humanos –como ser seres conscientes, racionales, con lenguaje, poseedores de libre albedrío, sociales, políticos– en un mundo que sabemos está conformado de partículas físicas carentes de rasgos mentales y significado? ¿Cómo podemos dar cuenta de nuestra existencia social y mental en un mundo de hechos físicos brutos?” (Searle 2010:ix).  En palabras simples, Searle se está preguntando cómo explicar el tránsito ontológico de partículas a sociedades.

La premisa de esta pregunta evita darle respuesta a través de distintos planos ontológicos en los términos del debate mente-cuerpo, que tiene en el dualismo cartesiano –con la res cogitans por un lado y la res extensa por otro– a su máximo referente. Incluso, agrega Searle, algunos filósofos contemporáneos suman a estos dos planos un tercero: el cultural o social (1). Por el contrario, “no creo que vivamos en dos mundos, el mental y el físico –ni mucho menos en tres mundos, el mental, el físico y el cultural-, sino en uno solo, y deseo describir las relaciones entre algunas de las múltiples partes de ese único mundo” (Searle 2001:17).

Esta resistencia cultural a comprender el mundo como un continuo ontológico –heredada del siglo XVII por Descartes, según afirma Searle– ha impedido que las ciencias sociales permitan “formarnos ideas sobre nosotros mismos comparables a las ideas que las ciencias naturales nos han permitido formarnos sobre el resto de la naturaleza” (Searle 1985:18) y, en consecuencia, no ha sido necesario hacerse la pregunta por cómo es posible que de hechos brutos inanimados como los átomos (y de su agregación), se derive la existencia de universidades, Estados, partidos de fútbol y clubes de todo tipo, porque simplemente pertenecen a «mundos distintos».

Ahora bien, no se debe desconocer que parte importante del trabajo de los primeros sociólogos y sus predecesores dio bastante importancia a estos temas; cuestión que tiene que ver, sin duda, con la pretensión de fundar una nueva ciencia en un contexto histórico de dominio absoluto de las ciencias naturales. Así, si bien la formulación del problema era distinta, pues la pregunta no era sobre la continuidad entre partículas y sociedades sino entre individuos y sociedades, tanto Comte como Durkheim, Weber, e incluso Marx, no dieron por descontado que lo social constituía un plano ontológico en sí mismo (2). Más bien, debieron necesariamente reflexionar y discutir con la biología, el contractualismo inglés y otras corrientes dominantes, de manera de fundamentar qué tipo de particularidad encerraba lo social, haciéndolo merecedor de contar con una ciencia particular.

La conclusión de ellos, con diferencias importantes y matices varios, fue básicamente la misma: existe un “algo” que define lo social más allá de las individualidades que lo componen –la idea de que los hechos sociales no son sino una elaboración sui generis de hechos psíquicos expuesta por Durkheim viene a ilustrar en forma paradigmática esta situación– y que, en última instancia, constituye un plano ontológico distinto con características propias, llamado «lo social». Así, Weber sostiene que “el error está en este concepto de lo «psíquico»: todo lo que no es «físico» es psíquico. Sin embargo, el sentido de un cálculo aritmético, que alguien mienta, no es cosa «psíquica»” (Weber 1997:16). El sociólogo, dirá Giddens, si bien no debe olvidar que los colectivos “no son otra cosa que los desarrollos y entrelazamientos de acciones específicas de personas individuales [...], no se interesa por la constitución psicológica de los individuos per se, sino por el análisis interpretativo de la acción social” (Giddens 1998:251). Marx, por su parte, en el contexto de su ruptura epistemológica con Feuerbach y el materialismo pasivo, desprende una concepción antropológica donde lo fundamental es el enfoque histórico-dialéctico, que no concibe al ser humano en abstracto, sino como producto y productor de la sociedad de la cual forma parte.

Como se dijo, a diferencia de las posturas dualistas, Searle plantea que no vivimos en dos o tres mundos sino en uno solo, y que la realidad humana debe explicarse como parte constitutiva de ese único mundo. Por lo tanto, no existiría algo así como distintos planos de existencia cerrados sobre sí mismos y autoexplicativos (físico, biológico, social), sino una continuidad ontológica que debiésemos poder conocer. En consecuencia, a juicio de Searle (2010), desentrañar cómo pasamos de electrones a elecciones y de protones a presidentes sería la pregunta más importante de la filosofía contemporánea, y su importancia radica en que darle respuesta es abordar la manera como se interrelaciona todo: realidad física bruta, mente, lenguaje y realidad social.

En este contexto, el trabajo de John Searle parece ser, además de polémico, necesario. Su intento por desarrollar una ontología de lo social está cargado de rigor intelectual y lógico, y viene a llenar un espacio vacío que no sólo permite estudiar el continuo que existe entre protones y presidentes, sino también invita a repensar desde la ontología social el trabajo desarrollado por las ciencias sociales. Así, parece factible concebir su filosofía de la realidad social como un intento por desarrollar los fundamentos ontológicos de la sociología, aportando a la comprensión de los problemas que por antonomasia atañen a la teoría social; a saber: cómo se construye la realidad social. Como ilustración de lo anterior, Searle cuenta la anécdota de su intervención en un seminario en memoria de Pierre Bourdieu donde, tras su lectura, un participante le dijo que la sociología comienza cuando su filosofía termina (Searle 2010). Ante tal afirmación, Searle sostiene que “siempre es una buena idea entender los problemas fundacionales. Es mucho más plausible para mí pensar que una comprensión de la ontología básica de cualquier disciplina contribuirá a la comprensión de los problemas con que esa disciplina trata” (2010:200).

Producto del dominio ejercido por el dualismo cartesiano, Searle extrae la importante consecuencia que, desde la segunda mitad del siglo XX, las ciencias sociales han visto aparecer variadas corrientes antirrealistas, bajo los nombres de «deconstrucción», «etnometodología», «pragmatismo» y «constructivismo social» (Searle 2001). A todas ellas, Searle las reúne bajo el argumento del «perspectivismo», entendida como la idea que “no tenemos acceso a, ni forma de representarnos, ni mucho menos de hacernos cargo del mundo real excepto desde un determinado punto de vista, desde un determinado conjunto de presuposiciones, bajo un cierto aspecto, desde una postura determinada” (Searle 2001:29). En definitiva, el «perspectivismo» sostendría que nuestro conocimiento de la realidad nunca es inmediato, sino siempre está mediado por un punto de vista. Son múltiples las consecuencias que se pueden derivar de esta afirmación y de la defensa que Searle hace del realismo como premisa de trasfondo (3), pero no es este el espacio para discutirlas en detalle. Para los efectos de este artículo interesa destacar que, dado este «perspectivismo» antirrealista, Searle plantea que “no necesitamos tanto una filosofía de las ciencias sociales [...] como necesitamos una filosofía para las ciencias sociales” (Searle 2010:5).

El objetivo principal de este artículo es realizar una lectura crítica de la filosofía de Searle y de sus postulados acerca de la ontología social, deteniéndose especialmente en aquellos presupuestos que, a su juicio, impedirían su vinculación con la teoría sociológica, de manera de mostrar que, a diferencia de lo sostenido por él, no se requiere una ontología social que funde una filosofía para las ciencias sociales, sino una que trabaje con las ciencias sociales.

De esta manera, se pretende contribuir a sentar las bases para una ontología social cuya estructura esté sustentada por la complementariedad entre la propuesta de ontología social de Searle y la teoría sociológica. Esto es lo que llamo ontología social comprensiva u ontología de la realidad social y que se desarrollará en lo sucesivo.

En un comienzo, el artículo intenta exponer de manera breve y coherente los elementos fundamentales de la propuesta de ontología social de Searle que se encuentra diseminada en diversos libros y artículos, de manera de contar con los elementos básicos que permitan elaborar planteamientos críticos y algunas propuestas. 

2. La mente como conector

La pieza clave en este único plano ontológico y que permite el continuo entre la realidad física y la realidad social es la mente: “Nuestro propósito es explicar la ontología social humana [...] ontología (que) es creada por la mente” (Searle 2010:25, cursivas mías). Y dado este único plano ontológico, no es posible concebirla como una realidad sui generis o como un fenómeno etéreo sin sustento material. Por el contrario, la mente debe entenderse como un rasgo biológico de nivel superior del cerebro, de la misma manera que se entiende la digestión como un rasgo biológico del estómago. En palabras de Searle: “En mi opinión, los fenómenos mentales tienen una base biológica: están causados por las operaciones del cerebro al mismo tiempo que realizados en su estructura. Según esto, la consciencia y la Intencionalidad son tan parte de la biología humana como la digestión o la circulación de la sangre. Es un hecho objetivo sobre el mundo que éste contiene ciertos sistemas, a saber, cerebros, con estados mentales subjetivos, y es un hecho físico sobre tales sistemas que éstos tienen rasgos mentales” (1992:15).

A esta propiedad emergente del cerebro Searle la denomina «naturalismo biológico», y su principal característica estriba en que de la interrelación de los componentes físico-biológicos que conforman el cerebro, emerge la mente; pero no como un acto mágico, sino como un rasgo biológico causado por y realizado en el cerebro. Esta concepción de la mente como causada por el cerebro al mismo tiempo que realizada en, Searle la grafica con el siguiente ejemplo: “lo mismo que la liquidez del agua es causada por la conducta de elementos del micronivel y, con todo, es al mismo tiempo un rasgo realizado en el sistema de microelementos, así exactamente en ese sentido de ‘causado por’ y ‘realizado en’, los fenómenos mentales son causados por procesos que tienen lugar en el cerebro en el nivel neuronal o modular, y al mismo tiempo se realizan en el sistema mismo que consta de neuronas. Y lo mismo que necesitamos la distinción micro-macro para cualquier sistema físico, así también, por las mismas razones, necesitamos la distinción micro-macro para el cerebro. Y aunque podamos decir de un sistema de partículas que está a 10°C o que es sólido o que es líquido, no podemos decir de ninguna partícula dada que esa partícula es sólida, que esa partícula es líquida o que esa partícula está a 10°C” (Searle 1985:27).

A esta concepción emergentista de la mente, Searle agrega una propiedad mental que será crucial para la comprensión de la ontología social: la intencionalidad. En sus palabras, “el papel evolutivo primario de la mente es relacionarnos de determinadas formas con el entorno, en especial con otras personas. Mis estados subjetivos me relacionan con el resto del mundo y el nombre general de esa relación es «intencionalidad» (Searle 1992:81).

A modo de definición, “la intencionalidad es aquella propiedad de muchos estados y eventos mentales en virtud de la cual éstos se dirigen a, o son sobre o de, objetos y estados de cosas del mundo” (Searle 1992:17). Por lo tanto, los estados intencionales representan objetos y estados de cosas del mundo y, en consecuencia con el naturalismo biológico de la mente señalado anteriormente, la intencionalidad se entendería de la misma manera “en el sentido en que si estoy consciente o tengo un estado intencional como la sed, la existencia de tales rasgos no depende de lo que piense nadie externo a mí. No son, como las frases de un idioma, el tipo de cosas que son porque personas ajenas piensen que son lo que son” (Searle 2001:89).

Así entendida, la mente, a través de esta propiedad exclusiva de los seres conscientes llamada intencionalidad –cuya principal función es la representación–, cuenta con la capacidad biológica de crear el lenguaje que, a su vez, se constituye en el puente que une la realidad con la mente. En definitiva, al igual que con la propuesta emergentista biológica de la mente, Searle está sosteniendo que las propiedades intencionales –que nos permiten representarnos el mundo– y el lenguaje que de éstas se deriva –que nos permite nombrarlo–, son consecuencia de nuestra condición biológica, y por tanto, la capacidad de vincular la realidad física de los átomos con la realidad social de los partidos políticos, sería también parte de nuestro aparato biológico.

La distinción entre causado por y realizado en es fundamental dentro de la propuesta de ontología social de Searle y representa, al mismo tiempo, uno de los ejes principales del aporte que se pretende desarrollar con esta investigación. Lo mismo sucede con la intencionalidad y el lenguaje, aspectos que son transversales a su filosofía. Dado lo anterior, son conceptos que se retomarán con mayor detalle a lo largo del artículo. No obstante, la revisión realizada hasta acá permite hacerse de una visión panorámica de la estructura general que sostiene la propuesta ontológica de Searle. El siguiente diagrama representa gráficamente la idea aquí expuesta:

imagen

Fuente: Elaboración propia a partir de los textos de John Searle.

Ahora bien, la marcada importancia que Searle otorga a la mente en la explicación de la ontología social, y que trae consecuencias importantes y polémicas para su filosofía –Noguera habla de «ontología mentalista» mientras que De Lara sostiene que el libro La construcción de la realidad social bien podría llamarse “La construcción mental de la sociedad” (Noguera 1999)–, tiene como una de sus consecuencias más importantes la idea de que los hechos institucionales se sostienen sobre la base de tres nociones básicas causadas por la mente: intencionalidad colectiva, asignación de función, y declaraciones de función de estatus. Su ontología social se basa, entonces, principalmente en explicar cómo se construye la realidad social bajo este esquema, donde la preponderancia está en la mente. Esta primacía lógica de lo mental no deja de ser problemática, y acarrea consecuencias tanto para la propuesta de Searle como para las de este artículo. En lo sucesivo las abordaremos con detalle.

2.a) La autorreferencialidad de la realidad social

De la misma manera como existe un continuo entre realidad física y realidad social, existe un continuo entre biología y cultura, y entre mente y cuerpo. Tal como los estados mentales no serían sino rasgos de nivel superior del cerebro –derribando la oposición entre lo mental y lo físico–, “las diferentes culturas no son sino diferentes formas en que puede manifestarse una subestructura biológica subyacente” (Searle 1997:231). Por lo tanto, sostiene Searle, debiese existir una historia más o menos continua que abarque desde la ontología de la biología hasta la ontología de los hechos institucionales y culturales.

Por radical que pueda parecer esta idea, lo cierto es que no dista mucho de las posturas dominantes dentro de la teoría sociológica en gran parte del siglo XX. Berger y Luckmann lo expresan en forma muy clara cuando sostienen que “aunque ningún orden social existente pueda derivar de datos biológicos, la necesidad del orden social en cuanto tal surge del equipo biológico del hombre” (2001:74). Más aun, la clásica oposición entre naturaleza y cultura sostenida por el estructuralismo antropológico –que ha ejercido una enorme influencia en las ciencias sociales– es, de acuerdo con lo sostenido por el mismo Lévi-Strauss, un principio metodológico y no una afirmación ontológica. En consecuencia, es posible sostener que la teoría social ha comprendido, casi siempre, que la tendencia a crear cultura –independientemente de sus manifestaciones empíricas– forma parte de la naturaleza del ser humano.

Más aun, Searle vuelve a coincidir con la mayor parte de la tradición sociológica –y en particular con Weber– cuando señala que se debe rechazar en forma explícita la idea de que ciencias naturales y sociales compartan el mismo método (Searle 1985). Vale decir, independientemente del continuo entre lo biológico y lo cultural, Searle no está planteando una «física social» al estilo de Comte, donde se deben aplicar los principios metodológicos de la física a la realidad social para comprender sus leyes y regularidades. Por el contrario, no es posible establecer leyes de la sociedad como puede hacerse con los átomos, debido a que “los fenómenos del mundo que seleccionamos con conceptos tales como guerra y revolución, matrimonios, dinero y propiedad no están fundados sistemáticamente en la conducta de elementos que están al nivel más básico, de un modo en que los fenómenos que seleccionamos con conceptos como depósito de grasa y presión están fundados sistemáticamente en la conducta de elementos que están en el nivel más básico” (Searle 1985:88).

Esto sucedería producto de la autorreferencialidad de estos términos, porque para que algo sea una revolución o dinero debe creerse que lo es, y este concepto que nombra el fenómeno es, él mismo, un constituyente del fenómeno (Searle 1985, 1997, 2001, 2010). Esta mención a la autorreferencialidad de la realidad social es, sin duda, uno de los aportes más interesantes de Searle al estudio de la ontología social, pues está sosteniendo que el dinero, las revoluciones, las universidades y el matrimonio, son lo que son producto de que así son creídas. En palabras de Searle: “parte de ser una fiesta de sociedad es que se piense que es una fiesta de sociedad; parte de ser una guerra es que se piense que es una guerra. He aquí un rasgo notabilísimo que distingue a los hechos sociales, un rasgo sin parangón entre los hechos naturales” (Searle 1997:51). Es decir, mientras el naturalismo biológico que caracteriza la mente y la intencionalidad indicaría que su existencia no depende de nada externo a su propia existencia, los hechos institucionales serían dependientes del observador, pues deben ser creídos como tales para existir; de allí su autorreferencialidad.

Ahora bien, tal como se adelantó, derivar la existencia de la realidad social de propiedades mentales no deja de ser una afirmación polémica. A juicio de Noguera (1999), por ejemplo, sostener que los hechos institucionales son constituidos (no meramente causados) por nuestras creencias o estados mentales, es defender una ontología social idealista o mentalista. En consecuencia, es posible sostener que esta primacía lógica de lo mental en la ontología de Searle puede confundirse con un reduccionismo mentalista, que termine por negar toda propiedad causal a lo social, reduciendo su existencia a un epifenómeno, en la línea de la descripción que Archer hace de las teorías por ella denominadas como «conflacionismo ascendente» (Archer 2009). Este reduccionismo queda claramente expresado cuando Searle concluye que, dado lo anterior, el verdadero carácter de las ciencias sociales (sobre lo que versan) es acerca de la intencionalidad: “La discontinuidad radical (entre las ciencias sociales y naturales) deriva del carácter intrínsecamente mental de los fenómenos sociales y psicológicos […] Lo que queremos de las ciencias sociales y lo que obtenemos de las ciencias sociales como mucho son teorías de la intencionalidad pura y aplicada” (Searle 1985:96).

Siguiendo, entonces, el esquema propuesto por Searle, para conocer la realidad social debemos estudiar las tres nociones básicas causadas por la mente que permiten la existencia de hechos institucionales (basamento último de la realidad social): intencionalidad colectiva, asignación de función, y declaraciones de función de estatus. Comenzaremos con la intencionalidad colectiva.

2.b) Intencionalidad colectiva

Uno de los aspectos más interesantes del planteamiento de Searle respecto de la intencionalidad, es que junto con la intencionalidad individual desarrolla un tipo de intencionalidad mucho menos estudiada: la «intencionalidad colectiva» (1997, 2001, 2010). Ambas intencionalidades son entidades diferentes, es decir, “la intencionalidad colectiva no puede ser reducida a la intencionalidad individual” (Searle 1997:42).

Al igual que la intencionalidad individual, la intencionalidad colectiva es un fenómeno biológico, que se basa en “el hecho notable de que los seres humanos y algunos animales tienen la capacidad de cooperar [...] (y que) pueden incluso tener actitudes, deseos y creencias compartidas” (Searle 2010:8). Así, la organización de una colonia de hormigas con el objetivo de acumular suficiente comida para el invierno o el ataque de una manada de lobos rodeando a su presa, son situaciones donde la acción está siendo regida por la intencionalidad colectiva. En este sentido, la intencionalidad colectiva no puede ser reducida o eliminada a favor de la intencionalidad individual, puesto que la suma de individualidades “no consigue una agregación suficiente para un sentido de colectividad” (Searle 1997:42).

Salta a la vista el paralelo innegable que tiene este planteamiento con el principio durkheimiano –casi axiomático en sociología– de que «el todo es más que las suma de sus partes». Al igual que la crítica de Searle 2010 al contractualismo, Durkheim sostiene que concebir lo social como un agregado de contratos interindividuales que se relacionan entre sí dando existencia a la sociedad, es un error. Más aún, Durkheim toma de Wundt la idea de que el mismo individualismo es un producto social. Wundt sostiene que “lejos de ser la individualidad el hecho primitivo y la sociedad el hecho derivado, la primera sólo aparece lentamente a partir de la segunda” (Giddens 1998:134). Es decir, lo que está afirmando no es la imposibilidad ontológica de individuos en forma previa a los grupos sociales, sino que su conformación de individualidad sólo es posible como derivación de su pertenencia anterior a un grupo social que los trasciende como individuos. Marx también defiende esta idea en Las tesis sobre Feuerbach (1970) y en el prólogo de Contribución a la crítica de la economía política (1968), donde se observa el giro epistemológico que desarrolla respecto del idealismo hegeliano y del materialismo feuerbachiano, que lo llevan a sostener que “no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (1968:6). En esta misma línea, Scheler sostiene que “no hay ‘yo’ sin un ‘nosotros’ y el ‘nosotros’ está, genéticamente, lleno siempre de contenido antes que el ‘yo’” (1947:54). Berger y Luckmann  (2001) también comparten explícitamente esta idea.

Por lo tanto, “la capacidad para la conducta colectiva es biológicamente innata, y las formas de la intencionalidad colectiva no pueden ser eliminadas o reducidas a alguna otra cosa [...] No se necesita aparato cultural alguno, convenciones culturales o lenguaje, para que los animales se muevan juntos en una manada, o para cazar juntos” (Searle 1997:55). En consecuencia, la intencionalidad colectiva es un «nosotros estamos haciendo esto», pues lo que una persona hace sólo tiene sentido dentro de la acción colectiva.

No obstante, Searle no deja de ser consecuente con la orientación mental de su proyecto y en alusión directa –aunque no declarada– a la idea de «conciencia colectiva» de Durkheim, agrega que “no está postulando ningún tipo de proceso mental misterioso que exista fuera de las mentes individuales. Toda intencionalidad, colectiva e individual, existe en mentes individuales” (2000:60).

Entonces, surge inevitablemente la pregunta: ¿cómo hacer calzar esta visión de Searle con el principio durkheimiano, casi axiomático en sociología, de «explicar lo social por lo social»? Vale decir, ¿cómo congeniar su idea de una intencionalidad colectiva irreductible ontológicamente a la individual –dado que la mera agregación de individuos no permitiría el sentido de colectividad–, con una primacía de lo mental que reduce toda existencia social a estados mentales? ¿Cómo es posible, en definitiva, que Searle defienda la existencia de la intencionalidad colectiva, al mismo tiempo que niega toda posibilidad de existencia a aquello que está fuera de mentes individuales?

Como se adelantó anteriormente, una alternativa de solución a este dilema está, paradójicamente, en el aporte conceptual que hace el propio Searle cuando defiende el emergentismo biológico de la mente. Nuestra propuesta es que es posible separar causado por («causation») de realizado en («realization»), y por tanto, no por el hecho trivialmente verdadero de que todo es siempre realizado en cerebros individuales, se puede concluir que todo es causado por mentes individuales. De no separar ambos conceptos, lo social no sería más que un epifenómeno de la mente (a la par con el ruido del ventilador de un computador) y por tanto la sociología carecería de objeto de estudio.

Para desarrollar con mayor profundidad este argumento es necesario, primero, exponer algo acerca del Trasfondo, por lo que lo retomaremos hacia el final del artículo.

3. ¿Cómo se construye la realidad social?

Searle resume el trecho avanzado hasta ahora de la siguiente manera: “he aquí, pues, el esqueleto de nuestra ontología; vivimos en un mundo compuesto enteramente de partículas físicas en campos de fuerza. Algunas de ellas están organizadas en sistemas. Algunos de esos sistemas son sistemas vivos, y algunos de esos sistemas han adquirido evolucionariamente conciencia. Con la conciencia viene la intencionalidad, la capacidad del organismo para representarse objetos y estados de cosas mundanos. La cuestión es ahora: ¿cómo podemos dar cuenta de la existencia de hechos sociales dentro de esta ontología?” (Searle 1997:26-27).

Antes de continuar, es necesario establecer unadistinción básica en la ontología social searleana entre hechos sociales y hechos institucionales, pues si bien ambos tipos de hechos están relacionados no son equivalentes. Por estipulación, sostiene Searle, “usaré la expresión «hecho social» para referirme a cualquier hecho que entrañe intencionalidad colectiva” (1997:44). Los hechos institucionales, en cambio, son una subclase especial de hechos sociales que atañen sólo a los seres humanos, toda vez que son el resultado de una capacidad notable y fundamental que no tienen los animales y que permite la existencia de la realidad social: el lenguaje (1997, 2001, 2010). En efecto, gracias al lenguaje tenemos la capacidad de transformar hechos sociales en hechos institucionales por medio de declaraciones de función de estatus (Searle 2010). En consecuencia, todos los hechos institucionales son hechos sociales, pero no a la inversa.

Ahora bien, ello no implica que necesariamente todos los hechos institucionales deban ser expresados lingüísticamente –como lo veremos en lo que sigue–, pero lo importante de remarcar aquí es que cualquier hecho que entrañe intencionalidad colectiva es un hecho social, por lo que el ataque de un panal de abejas a una avispa o una lucha “espontánea” entre hinchas de dos equipos son ejemplos de hechos sociales (porque requieren del instinto de cooperación), pero no son hechos institucionales, pues no implican la participación de declaraciones de función de estatus (4).

El propósito de esta sección 3 será discutir la construcción de la realidad social por medio de la creación y mantención de hechos institucionales, desarrollando primero las dos nociones básicas que, junto con la intencionalidad colectiva, constituyen las bases para la existencia de la realidad social de hechos institucionales: la asignación de función y las declaraciones de función de estatus.

3.a) Asignación de función

Los seres humanos presentamos una capacidad notable para imponer funciones a los objetos; experimentamos un mundo de sillas y mesas y no de moléculas, dice Searle. Pero, ¿cómo es que resulta familiar y soportable esa compleja carga metafísica que implica vivir en un mundo de gobiernos, organizaciones sociales y universidades si, en definitiva, todo es reducible a partículas físicas? En total sintonía –aunque no declarada– con la idea fenomenológica de Husserl y Schütz de que hay un tipo de «realidad que se da por sentada», Searle sostiene que una de las razones para responder a esta interrogante es que la realidad social es ingrávida e invisible (1997, 2001, 2010). Desde su nacimiento, el ser humano se desarrolla en una cultura donde la realidad social le es dada, y por tanto, aprende a percibir y a convivir con aquellos elementos que la cultura ha desarrollado y utiliza cotidianamente, sin tomar conciencia de su especial ontología. De hecho, “suele resultar más difícil ver a los objetos como fenómenos puramente naturales, despojados de sus papeles funcionales, que entender nuestro entorno en términos de sus funciones socialmente definidas” (Searle 1997:24).

Esta ruptura de la especie humana y algunos animales superiores con el resto de las formas de vida acaece cuando, a través de la intencionalidad colectiva, se imponen ciertas funciones a objetos o personas, “en circunstancias donde la función no puede cumplirse en virtud de su estructura física. Esta nueva función requiere del reconocimiento colectivo de un nuevo estatus” (Searle 2010:6, cursivas mías) al que se asigna una función. Por ello, en la creación de la ontología institucional humana la intencionalidad colectiva y la asignación de función van de la mano, porque “toda función de estatus depende de la intencionalidad colectiva” (Searle 2010:8).

Dice Searle: “El trecho central en el puente que va de la física a la sociedad está constituido por la intencionalidad colectiva, y el movimiento decisivo, en el tránsito de creación de realidad social a lo largo de este puente, es la imposición intencional colectiva de función a entidades que no pueden cumplir la función sin esa imposición” (1997:58).

Ahora bien, no todas las asignaciones de función implican una asignación de función de estatus, elemento clave para la creación de hechos institucionales. Asignar a los árboles la función de purificar el aire mediante la captación de CO2 y posterior emisión de O2, no es la imposición de una función de estatus, porque no necesariamente requiere de intencionalidad colectiva y la función sí es ejercida como atributo de su estructura física. Señalar que alguien es un dirigente o que una carta haga las veces de una amenaza de muerte sí es, en cambio, asignar una función de estatus, pues implica intencionalidad colectiva y la función no es atributo de su estructura física.

Vale decir, que un individuo cualquiera o un pedazo de papel desempeñen la función de dirigente o de amenaza, no se deriva de su estructura física, ni tampoco podrían desarrollar esa función sin la participación de la intencionalidad colectiva, que les asigna tal función. Nuevamente, un dirigente y una amenaza son «dependientes del observador» y autorreferenciales: son lo que son porque así son creídas.

De lo anterior, se desprende una consecuencia conceptual importante para el desarrollo de la ontología de Searle: las funciones de estatus existen sólo producto de las instituciones humanas, y éstas, a su vez, se entienden recursivamente como “un sistema de reglas constitutivas que, en tanto sistema, automáticamente crea la posibilidad de hechos institucionales” (Searle 2010:10).

Este sistema de reglas constitutivas siempre tiene la forma «X cuenta como Y en C», y su aplicación trae como consecuencia que el término Y tiene que asignar un estatus no poseído previamente por el objeto por la sola circunstancia de satisfacer el término X, así como también que exista consenso respecto de la imposición del nuevo estatus y de la función que cumple (1997, 2001, 2010). Si tomamos el caso del dinero, podemos sostener que ciertos trozos de papel emitidos por el Banco Central (X) cuentan como dinero (Y) en Chile (C). De este ejemplo, se puede desprender que su consecuencia es más que suministrar un nuevo rótulo al término X; más bien es describir un nuevo estatus con un conjunto de funciones aledañas, como ser un medio de intercambio, de provisión de valor o un instrumento de acumulación. Pero, como se dijo, esa función de estatus debe ser aceptada y reconocida colectivamente, porque la función no se cumple por la mera virtud de los rasgos físicos intrínsecos de X (trozo de papel).

Ahora bien, esta idea de que los sistemas de función de estatus actúan producto de la aceptación o el reconocimiento colectivo no deja de ser controversial. En respuesta a las críticas recibidas, Searle 2010 realiza una precisión importante en relación con lo planteado por él mismo en 1997, enfatizando que aceptación no implica aprobación, y que, por tanto, finalmente todo refiere al reconocimiento (Searle 2010). Vale decir, sostiene que incluso desaprobando una función de estatus se le está reconociendo, y por tanto su funcionamiento sigue inalterado. En consecuencia, como se dijo, la función de estatus dependería de la intencionalidad colectiva, no de la aprobación (Searle 2010).

Ante tales afirmaciones, surgen casi en forma espontánea cuestionamientos acerca del reconocimiento colectivo y la aprobación. ¿Qué implica el reconocimiento colectivo? Searle habla de la idea de consenso como concepto dado, como hecho no problemático, denotando sus innegables –y paradójicas, dada su anterior crítica– influencias contractualistas, que tienen en Hobbes, Locke y Mill a sus máximos exponentes. Pero, nuevamente, este tipo de ontología individualista entiende la sociedad como un agregado de voluntades individuales, y por tanto, concibe la idea de consenso como una suerte de acuerdo común que entrega una respuesta racional a problemas individuales, que contingentemente son compartidos por varios individuos. En efecto, la ontología individualista –o conflacionista ascendente en la conceptualización de Archer–no sólo termina por reducir todo hecho social a una sumatoria de hechos individuales, negando lo social como entidad ontológica en sí misma, sino, más importante aún y derivado de esta negación, entiende lo social como carente de toda capacidad causal, toda vez que lo comprende como un residuo epifenoménico de aspectos individuales, ya que, como todo residuo, no tiene existencia por sí mismo sino sólo como resultado de aspectos individuales (Archer 2009).

¿Qué es y cómo se entiende entonces, el consenso que permite el reconocimiento colectivo de ciertas funciones de estatus? Este es, a lo menos, un tema problemático, porque permite preguntarse si, por ejemplo, las leyes de tránsito son producto del consenso de todos los habitantes de un determinado país o son más bien una imposición, retrotrayéndonos a la endémica discusión dentro de la sociología entre agencia y estructura. Claramente las leyes de tránsito son reconocidas colectivamente, pero, ¿es cuestión de que la mayoría de la población no crea en ellas para que dejen de funcionar? Searle diría que no, pues tal como precisó en 2010, reconocimiento no implica aprobación, y por tanto no basta la desaprobación de un cierto sistema de función de estatus para que se siga la consecuencia de su desaparición, puesto que, incluso la desaprobación implica el reconocimiento del sistema.

Entonces, ¿cómo son posibles, o incluso, cómo pueden comprenderse dentro de la estructura planteada por Searle, los cambios de sistemas de función de estatus –que de hecho ocurren y seguirán ocurriendo? Si aprobando y desaprobando se está igualmente en presencia de un reconocimiento, entonces éste parece no depender lógicamente de sí mismo, sino de quién o quiénes tienen el poder de mantener ese reconocimiento. Y, ¿qué vinculación puede establecerse entre el reconocimiento colectivo de Searle y la legitimidad social de ciertas funciones de estatus?

La importancia que las ciencias sociales y la teoría sociológica en particular dan a fenómenos sociales como el poder y la legitimidad, parecen dar ciertas luces acerca de esta relación entre individuo y sociedad, y sobre todo, permiten comprender lo social como dotado de propiedades causales que, a la vez que son construidas por los individuos, son constitutivas de éstos. Éste es, por cierto, el planteamiento que está tras la idea de habitus en Bourdieu, la teoría de la estructuración de Giddens y, a mi juicio, también tras las intuiciones sociológicas de Marx, Durkheim y Weber, como lo retomaremos en las conclusiones.

Sin embargo, como consecuencia de la orientación individualista de su ontología, la filosofía social de Searle trata en forma muy distinta a la tradición sociológica los conceptos de poder y legitimidad. El primero lo entiende fundamentalmente desde la perspectiva normativa de los poderes deónticos y de la capacidad performativa del lenguaje (Searle 2010:145-173), mientras que el segundo prácticamente no forma parte de su planteamiento (5). Este tema es crucial dentro de la propuesta de ontología social que se propone en este artículo, por lo que se seguirá desarrollando en lo que sigue. 

3.b) Declaraciones de función de estatus

Corresponde abordar la última de las tres nociones básicas causadas por la mente, que junto con la intencionalidad colectiva y la asignación de función, permiten la existencia de hechos institucionales: las declaraciones de función de estatus. Dice Searle al respecto: “todos los hechos institucionales [...] son creados por actos de habla del tipo que en 1975 bauticé como «declaraciones»” (2010:11).

Como describe en Making the Social World, existen diversos tipos de actos de habla. Algunos de ellos tienen por objeto –como es el caso de las afirmaciones– representar cómo son las cosas en el mundo, por lo que tienen una dirección de ajuste palabra-a-mundo. Asimismo, hay un importante número de actos de habla que no tienen el propósito de representar las cosas del mundo, sino, precisamente, cambiar el mundo. Ejemplos de éstos son las promesas y las órdenes. Aquí la dirección de ajuste es mundo-a-palabra.

Hay un tercer grupo que no tiene dirección de ajuste o su dirección de ajuste es cero, como las disculpas o agradecimientos, porque no pretenden encajar con el mundo ni cambiarlo. Y, por último, hay un tipo de acto de habla que resulta fascinante, pues “tiene ambas direcciones simultáneamente en un mismo acto de habla” (Searle 2010:12); estas son las declaraciones de función de estatus. Su principal característica es que cambian el mundo por medio de declarar que un estado de cosas existe, y con ello traen ese estado de cosas al mundo. El ejemplo clásico de este tipo de declaraciones son las expresiones performativas –que ya fueran desarrolladas por Austin en How to do things with words–, como «los declaro marido y mujer», «lo declaro culpable» o «te declaro la guerra».

En definitiva, con la importante excepción del lenguaje mismo, Searle sostiene que toda la realidad institucional es creada por actos de habla que tienen doble dirección de ajuste. Es decir, “toda la realidad institucional humana es creada y se mantiene existiendo por (representaciones que tienen la misma forma lógica que) declaraciones de función de estatus, incluyendo aquellos casos que no son actos de habla en la forma explícita de declaraciones” (Searle 2010:13, cursivas mías).

Como consecuencia de lo anterior, Searle sostiene que “una vez que nos percatamos del poder de las declaraciones para crear la realidad institucional –una realidad de gobiernos, universidades, matrimonios, propiedad privada, dinero, entre otras–, se puede ver que la realidad social tiene una estructura formal tan simple y elegante como la estructura del lenguaje utilizado para crearla” (2010:16).

En concreto, estados mentales, lenguaje y realidad social compartirían la misma estructura formal. Veamos como sucede esto en lo que sigue.

3.c) Hechos institucionales. Creación y mantención de la realidad social

El esquema general de la propuesta de Searle puede graficarse de la siguiente manera:

imagen

Fuente: Elaboración propia a partir de los textos de John Searle. En gris las tres nociones básicas de la realidad social causadas por la mente.

El hecho de que los fenómenos sociales dependan de nuestras actitudes hacia ellos, aun cuando no estén localizados en la mente, trae como consecuencia uno de los rasgos más enigmáticos y constitutivos de la realidad social y los hechos institucionales, que ya mencionamos a propósito de la autorreferencialidad. En palabras de Searle: “el dinero es dinero porque los participantes actuales de la institución lo consideran como dinero” (2010:17).

En consecuencia, todos los hechos institucionales son creados por la misma operación lógica: se crea una realidad mediante la representación de su existencia. Así, la forma general para la creación de hechos institucionales, según Searle 2010, es: «nosotros (o yo) hacemos (o hago) que éste sea el caso mediante la declaración de que la función de estatus Y existe». Por lo tanto, de lo anterior se puede desprender que lo que Searle está sosteniendo es que la realidad social es construida mediante operaciones lógico-mentales que, si bien pueden tener la forma de intencionalidad colectiva –que no es reducible a la individual–, es causada por cerebros individuales por medio de representarse tal realidad como existente.

El dinero es dinero porque se le cree como tal, así como la propiedad privada es lo que es en función de que así sea creída y, en definitiva, toda la realidad social debe su existencia al hecho de ser representada como existente. Entonces, dada esta situación, ¿cómo una estructura en apariencia tan simple y frágil, que existe prácticamente sólo porque así se le cree, puede dar pie a toda la realidad institucional y sus diversas expresiones? Siguiendo a Searle  (2001), esto se debería a tres situaciones que se interrelacionan entre sí.

La primera y más importante es que las declaraciones de función de estatus, entendidas como operaciones lógico-lingüísticas, no estarían restringidas a un tema en cuestión, sino que pueden ser aplicadas una y otra vez de manera recursiva, esto es, pueden ser iteradas. Es decir, “uno puede acumular función de estatus sobre función de estatus. El término X en un nivel puede haber sido un término Y en algún nivel anterior” (Searle 2001:118). Un caso gráfico es que, por ejemplo, para ser presidente de un determinado país podría exigirse como requerimiento, además de ganar las elecciones, ser ciudadano, tener un determinado nivel de estudios, pertenecer a determinada religión o casta, entre otros, de acuerdo con la legislación de cada territorio. Estas iteraciones proporcionarían la estructura lógica de sociedades complejas.

En segundo lugar, “los hechos institucionales no existen aisladamente, sino en complejas interrelaciones recíprocas” (Searle 2001:118). De esta manera, por ejemplo, el dinero que tengo en mi cuenta bancaria y con el que pago mis cuentas, lo gané como empleado de la Universidad Austral de Chile, en mi calidad de profesor de un determinado instituto. Y en tercer lugar, no existen los hechos brutos y los hechos institucionales como dos clases independientes de hechos, sino más bien se vinculan en una relación donde los hechos institucionales tienen como finalidad “crear y controlar a los hechos brutos” (Searle 2001:119, cursivas mías). Así por ejemplo, si bien diariamente sólo participamos en intercambios de papeles y ruidos, el resultado es que efectivamente podemos transportarnos en la locomoción colectiva y así producir un cambio bruto de nuestra situación geográfica.

Ahora bien, ¿cómo se produce la existencia continuada de los hechos institucionales? Searle sostiene que “la idea intuitiva es que lo esencial para la creación y el mantenimiento de los hechos institucionales es el poder, pero lo cierto es que todo el aparato –creación, mantención y el poder resultante– funciona sólo producto de la aceptación y el reconocimiento colectivo” (2010:103). En consecuencia, la mantención de los hechos institucionales sólo requeriría de representaciones que funcionan de la misma manera que las declaraciones de función de estatus, pues, como las instituciones y los hechos institucionales existen en la medida en que son reconocidos como tal, únicamente requieren de un reconocimiento o aceptación continuados para mantener su existencia (Searle 2010). En consecuencia, se concluye que a juicio de Searle no se requiere de ningún otro tipo de explicación distinta a la creación de los hechos institucionales para explicar su mantención en el tiempo, pues comparten la misma estructura.

Sin embargo, tal como se señaló anteriormente, este planteamiento es problemático, pues no es claro cómo concibe el cambio institucional dentro de una estructura de funciones de estatus donde la aprobación y la desaprobación implican reconocimiento (entendido éste como el único requisito para la existencia de los hechos institucionales). Siguiendo a Noguera, se puede sostener que Searle 1997 no diferencia la aceptación como hecho libre y no coaccionado de la aceptación entendida como el no ejercicio de una oposición efectiva ante una institución (Noguera 1999). En consecuencia, Searle entendería el reconocimiento como la no oposición de resistencia, pero, en ese caso, ¿cómo podríamos entonces ‘no aceptar’ una institución cuando se nos impone por la fuerza o por la coerción? En Making the Social World Searle acepta lo confuso y paradojal de esta situación, cuando señala que si bien el poder de un determinado gobierno está basado en un sistema de función de estatus reconocido colectivamente, “puede continuar funcionando sólo si existe una amenaza de violencia permanente bajo la forma del cuerpo militar o policial” (2010:163).

Más aun, el análisis empírico e histórico permite observar que la mayor parte de los cambios institucionales se producen de manera paulatina y desde dentro de las mismas instituciones. ¿Cómo explicaría Searle, dentro de su esquema de creación y mantención de hechos institucionales, la revolución industrial, el paso del feudalismo a las grandes urbes modernas o el cambio que ha sufrido la familia como unidad social básica? Estas interrogantes han dado pie a múltiples teorías de la institucionalización y desinstitucionalización desde las ciencias sociales, de manera de poder explicar la dinámica e historicidad que presenta la realidad social, comprendiéndola como parte de procesos históricos que se desarrollan dentro de un espacio-tiempo determinado. En consecuencia, la ontología social debe, en este sentido, comprender la realidad social en forma dinámica y no estática.

En la mayoría de los casos estas teorías de la institucionalización han recurrido a la legitimidad o a procesos de legitimación para poder explicar tanto la mantención de la realidad social como los cambios que en ella se producen. Weber, por ejemplo, destina parte importante de su teoría sociológica a estudiar lo que llama «las formas estables de relación social», señalando que “son aquellas en las cuales las actitudes subjetivas de los individuos que participan en ellas están orientadas por la creencia en un orden legítimo” (Giddens 1998:256). Es el Estado el sistema social que, por antonomasia, representa la idea de un orden legítimo en Weber.

Asimismo, basándose principalmente en los escritos sobre legitimidad de Weber, Berger y Luckmann sostienen que toda institucionalidad establecida requiere de legitimación, es decir, de modos a través de los cuales poder explicarse y justificarse. Esta afirmación se basa en un análisis teórico-empírico de distintas realidades institucionales, de donde se desprende que con la objetivación de las instituciones (proceso de institucionalización en palabras de los autores), surge la necesidad de desarrollar mecanismos específicos de control social, dado que, una vez que las instituciones llegan a ser realidades independientes del problema social concreto del cual surgieron, “hay probabilidades de que se desvíen de los cursos de acción ‘programados’ institucionalmente” (Berger y Luckmann 2001:85). De esta manera, las nuevas generaciones plantean un «problema de acatamiento» por el hecho de no haber participado directamente en la creación de la institución, por lo que el orden institucional requiere que se establezcan sanciones e invocar autoridad sobre el individuo, con independencia de los significados subjetivos que éste pueda atribuir a cualquier situación particular.

Debido a que el proceso de legitimación requiere de control social, Berger y Luckmann sostienen que está emparentado con el poder. Por lo tanto, lejos de ser un proceso inocuo, la legitimación está íntimamente vinculada con el poder que poseen quienes manejan la institución en cuestión. En consecuencia, la incorporación del análisis de la legitimidad y el poder en la creación y mantención de la realidad social es, en definitiva, uno de los grandes aportes que la sociología podría hacer a la filosofía de la realidad social de Searle, con miras a sentar las bases para una ontología social más comprensiva o para una ontología de la realidad social que trabaje con las ciencias sociales y no para éstas.

En efecto, concebir con Searle que toda la realidad institucional es creada por actos que tienen la forma lógica de las declaraciones de función de estatus, y que, por tanto, la creación y mantención de esta realidad puede explicarse exclusivamente en función de dicha estructura sin necesidad de incorporar otros elementos o variables dentro del análisis, no sólo es, a mi juicio, otorgar un poder sobreexplicativo al lenguaje y a los aspectos simbólicos emanados de éste en la conformación de la realidad social, sino también es olvidar que las distintas declaraciones de función de estatus no flotan en el aire, sino están encarnadas en sujetos individuales o colectivos que, en términos de Bourdieu, luchan por imponer sus significaciones en un campo determinado, y por tanto, como sostiene Larraín a propósito del proceso de modernización en Latinoamérica, “no se trata de un proceso neutral que ocurre a pesar de los seres humanos [...] (sino depende) de las interpretaciones que logren imponerse” (Larraín 2005:26).

Vale decir, reconociendo el rol fundamental que cumple el lenguaje en la conformación de la realidad social -como lo veremos en el siguiente apartado- y en relación con la propuesta de Searle, interesa destacar dos cosas: la primera, que los procesos sociales no se comprenden exclusivamente en función de sus características simbólico-lingüísticas, sino también en virtud de sus expresiones materiales encarnadas en sujetos individuales o colectivos (Noguera); y la segunda, vinculada con la anterior, que el campo de las significaciones debe comprenderse como un terreno de lucha social que representa intereses concretos de grupos sociales específicos, que utilizan recursos que están fuera del campo de las significaciones para lograr imponerse, como la coacción física, el aparato del Estado, el capital económico, entre otras. El análisis de los distintos mecanismos de poder y legitimidad a través de los cuales se expresan ambos puntos aparece, entonces, como insoslayable.

4. El poder del lenguaje

Por lo expuesto hasta aquí, es clara la imposibilidad de concebir estructuras institucionales sin que haya alguna forma de lenguaje, porque éste es parcialmente constitutivo de los hechos que las componen. Lo anterior, lleva a Searle a sostener que lo social se explica a través del siguiente orden secuencial: intencionalidad  => lenguaje => instituciones sociales (2010). En consecuencia, “el lenguaje es la institución social básica en el sentido de que todas las demás presuponen el lenguaje, pero el lenguaje no las presupone a ellas; ustedes pueden tener lenguaje sin tener dinero ni matrimonios, pero no al revés” (Searle 1997:75).

Esta concepción del lenguaje y la importancia que tiene dentro de su esquema de construcción de la realidad social es, sin duda, uno de los aportes más contundentes y fundamentales que el autor entrega para la comprensión de la ontología social. Dice Searle: “todos los grandes filósofos que reflexionaron acerca de la realidad social dieron el lenguaje por garantizado. Todos asumieron que las personas tenían un lenguaje y desde allí se preguntaron, ¿cómo pudieron formar una sociedad? Uno de los objetivos centrales de este libro, es señalar que una vez que se tiene un lenguaje común, inmediatamente se tiene una sociedad” (2010:122).

En definitiva, como se dijo en el apartado 3.b, el lenguaje crea una posibilidad impensable sin él: la posibilidad de combinar ambas direcciones de ajuste a través de las declaraciones de función de estatus. Y con ello, la posibilidad no sólo de describir un fenómeno sino de crearlo, porque el fenómeno en cuestión es lo que es en virtud de ser representado como lo que es.

Sin perjuicio de lo anterior, esta importancia que Searle otorga al lenguaje trae aparejado el peligro de otorgarle características omniabarcantes y sobreexplicativas, al mismo tiempo que minimiza otros aspectos que resultan fundamentales para la conformación de la vida social. El siguiente pasaje resulta ilustrativo: “si tienes la capacidad de decir ‘él es nuestro líder’ […] ‘esta es mi casa’, entonces tienes la capacidad de hacer algo más que representar un estado de cosas preexistentes. Tienes la capacidad de crear estados de cosas con una nueva deontología; tienes la capacidad de crear derechos, deberes y obligaciones –y hacer que otros los acepten– a través de la ejecución de ciertos actos de habla” (2010:84-85).

El poder deontológico del lenguaje es una característica innegable y fundamental para su comprensión como fenómeno no sólo biológico sino también social. Pero, a mi juicio, en los términos expuestos por Searle, se corre el riesgo de creer que toda la estructura social de derechos, deberes y obligaciones está sostenida sobre actos lingüísticos que tienen la característica de combinar ambas direcciones de ajuste, minimizando o simplemente omitiendo el rol de estructuras materiales y no puramente simbólicas, cuestión que nos retrotrae nuevamente al problema del poder y la legitimidad antes mencionado. ¿Es acaso un acto lingüístico, donde señalo públicamente que ‘esta es mi casa’, lo que la convierte en algo de mi propiedad?, ¿dónde quedan en un análisis con estas características las condiciones históricas y político-jurídicas que permiten la existencia (hoy legítima) de la propiedad privada?

5. La red y el trasfondo

Todavía falta desarrollar un último aspecto clave en la ontología social de Searle: la Red y el Trasfondo. La totalidad de los estados intencionales sólo funcionan como lo hacen sobre un Trasfondo de saber-hacer que les permite a los individuos enfrentarse al mundo (Searle 2001). El Trasfondo sería, entonces, “el conjunto de capacidades no intencionales o preintencionales que hacen posibles los estados intencionales de función” (Searle 1997:141, cursivas mías); es decir, “el conjunto de capacidades, habilidades, disposiciones, maneras de ser y hacer de las cosas que se dan por sentado, con independencia de cualquier estado intencional” (Searle 2010:31).

Junto con el Trasfondo, Searle desarrolla el concepto de Red, que hace referencia a la relación que establecen los estados intencionales entre sí, de manera que éstos “sólo determinan sus condiciones de satisfacción de manera relativa a toda una porción de otros estados intencionales” (Searle 1985:78) (6).

Por ejemplo, no puedo tener la intención de tomarme una cerveza en un bar si antes no cuento con el estado intencional de que existe un sistema de intercambio que así lo permita, de que existe el dinero como medio de ese intercambio, y así sucesivamente (como estados intencionales en juegos de relación en la Red). Asimismo, no puedo tener esa intención si no cuento con la capacidad de sostener objetos rígidos en mi mano, de sostenerme sobre la superficie de la tierra, o de introducir líquidos por mi boca (como disposiciones del Trasfondo).

Asimismo, Searle 1992 y 1997 distingue -no sin caer en ciertas ambigüedades- entre «Trasfondo profundo» y «Trasfondo local». El primero, incluiría todas aquellas capacidades de Trasfondo que son comunes a todos los seres humanos en virtud de su naturaleza biológica, mientras que las capacidades que constituyen el «Trasfondo local», “incluirían cosas tales como abrir puertas, beber cerveza de las botellas, y la postura preintencional que tenemos frente a cosas como coches, frigoríficos, dinero y cócteles” (Searle 1992:153).

De lo que se trata entonces, postula Searle, haciendo alusión –nuevamente no declarada- al último Wittgenstein, es que las capacidades del Trasfondo permiten entender «lo que está en juego», que no es más que un cierto tipo de conocimiento sobre el modo de funcionamiento del mundo, que no está incluido en el sentido literal de la oración (Searle 1997). Vale decir, si bien el Trasfondo no es él mismo parte del contenido semántico de la oración, hace las veces de contexto contra el cual ésta adquiere significado. A modo de ejemplo, verbos como cortar, mirar o abrir, determinan sus condiciones de satisfacción sólo en función del Trasfondo, pues, no hay nada en el significado literal de la oración que impida interpretar «abrir la puerta» como que debe hacerse con un cuchillo, «cortar el agua» con una tijera, o «mirar cuidadosamente la filosofía de Searle» sosteniendo sus libros frente a los ojos.

Ahora bien, según sostiene el mismo Searle, esta noción de Trasfondo está en sintonía no sólo con los escritos sobre la certeza de Wittgenstein sino también con el concepto de habitus de Bourdieu (7), toda vez que “el Trasfondo permite que se dé la interpretación perceptiva” (Searle 1997:144, cursivas mías), pues, dadas ciertas capacidades de Trasfondo es que los individuos son capaces de percibir ciertas cosas como tales. Esta capacidad de interpretación perceptiva del Trasfondo sería no sólo lo que se da por sentado, sino también -utilizando analogías propias de las ciencias sociales- los «anteojos» a través de los cuales los individuos se relacionan con la realidad. En este sentido, haciendo uso de la conceptualización y la sociología de Bourdieu con la que Searle afirma coincidir, todo parece indicar que el Trasfondo tiene la doble característica de ser estructurante de la realidad -pues predispone la percepción, la conducta, la conciencia, entre otros-, pero al mismo tiempo -y esto es lo que Searle no desarrolla- es estructurado por esa realidad que estructura. En consecuencia, la gran diferencia que existe entre el Trasfondo en Searle y el habitus en Bourdieu, tiene que ver con su concepción mentalista y con las consecuencias epifenoménicas que atribuye a la sociedad. En efecto, Searle no desarrolla -y parece no percatarse de- esta relación de reciprocidad causal que, de acuerdo con Bourdieu, caracteriza la relación entre individuo y grupo social, y que estructura los hechos institucionales.

Como se dijo, Searle cierra el círculo explicativo del Trasfondo señalando que, finalmente, todo se realiza en y es causado por mentes y cuerpos individuales. Lo anterior deja en evidencia la unidireccionalidad de su análisis, tal como plantea Blackburn (2010) en su reseña a Making the Social World, cuando se trata de las sociedades y sus miembros, no hay una sola dirección. Así como los individuos hacen las sociedades, también las sociedades hacen a las personas, pero Searle sólo acepta la explicación cuya dirección va de lo pequeño a lo grande. Así, como se ha venido sosteniendo, su propuesta ontológica comienza y termina en el individuo, por lo que trae aparejada el riesgo del epifenomenalismo -advertido por Durkheim hace más de un siglo atrás-, que termina por desconocer toda capacidad de causación a lo social y, en consecuencia, desconoce la reciprocidad causal que se establece entre individuo y sociedad.

Una eventual similitud entre lo planteado por Searle y Bourdieu estaría en la relación que establece cada individuo con su propio Trasfondo. Pero, precisamente, el concepto de habitus -y con él la mayor parte del análisis sociológico- tiene que ver con la relación individuo-sociedad (sujeto-mundo), donde ambos son la condición de posibilidad del otro, y por tanto, el Trasfondo se comprende como una construcción colectiva que mantiene una relación de reciprocidad causal con los individuos, o en palabras de Bourdieu, que es estructurado por los individuos a la vez que estructurante de éstos. Este es, también, el sentido del axiomático principio durkheimiano de «explicar lo social por lo social». La misma idea está tras la necesidad de comprensión histórico-social de Mannheim, y de lo planteado por Berger y Luckmann que, a mi juicio, encierra bien el ideario dominante en teoría sociológica sobre este punto: “La auto-producción del hombre es siempre, y por necesidad, una empresa social […] Así como es imposible que el hombre se desarrolle como tal en el aislamiento, también es imposible que el hombre aislado produzca un ambiente humano […] Tan pronto como se observan fenómenos específicamente humanos, se entra en el dominio de lo social. La humanidad específica del hombre y su socialidad están entrelazadas íntimamente. El homo sapiens es siempre, y en la misma medida, homo socius” (2001:72).

Claramente la teoría sociológica no niega el hecho perogrullesco de que el individuo es ontológicamente anterior a la colectividad. Pero la preeminencia de lo mental en la explicación de la realidad social de Searle, pese a la acertada mención que hace de la intencionalidad colectiva, hace que el punto de partida y término de su análisis sea el individuo, y que, por tanto, no formen parte de su reflexión preguntas como quién o quiénes determinan qué forma parte del Trasfondo, que han motivado por siglos el análisis de las ciencias sociales, y que sólo se vuelven válidas cuando se concibe a la realidad social como agente causal estructurado y estructurante de los individuos. Responder este tipo de preguntas no sólo es válido, sino también necesario para el desarrollo de una ontología de la realidad social más comprensiva, que complemente las propuestas de ontología social de Searle con los aportes de la teoría social.

6. Conclusiones

El objetivo principal de este artículo es contribuir al desarrollo de una ontología de la realidad social, cuyos cimientos se encuentren  en la vinculación de la filosofía de Searle con la teoría social. Esta ontología presenta una característica fundacional que se asume como premisa de base: vivimos en un solo mundo y la realidad humana debe explicarse como parte constitutiva de ese único mundo. En consecuencia, existe un único plano ontológico donde coexisten el cuerpo, la mente, los átomos, los árboles, los edificios, el lenguaje, los partidos de fútbol, las creencias y los gobiernos que, en suma, presenta un continuo que va de partículas a sociedades.

Ahora bien, ¿cómo es posible tal diversidad fenoménica dentro de esta unicidad ontológica?, ¿cómo se explica la existencia mental y social en un mundo conformado enteramente por partículas físico-químicas? Y finalmente, ¿cómo se interrelaciona todo? Responder a estas preguntas es la tarea que enfrenta la ontología de la realidad social y sobre las cuales se han entregado algunas luces en este artículo.

Por lo tanto, quizás la primera conclusión es que la ontología social propuesta por Searle constituye un aporte sustantivo al estudio de la estructura lógica de la realidad social y de las condiciones de posibilidad de los hechos sociales. Tal vez, un proyecto cercano podría ser la teoría social realista de Bhaskar y Archer (Archer 2009), que comparte algunos aspectos basales con la ontología searleana, como el partir de la premisa de aceptar la existencia de una realidad social (y natural) externa e independiente de la voluntad de quienes la escrutan, aun cuando poseen varias diferencias dado el carácter de ambos trabajos -Archer desarrolla una ontología en función de vincularla con aspectos epistémicos y metodológicos propios del ejercicio sociológico.

Asimismo, el aporte conceptual respecto de cómo se construye la realidad social que lleva a cabo Searle, representa la estructura sobre la cual desarrollar esta ontología de la realidad social, destacándose la función esencial que le otorga al lenguaje en la generación de declaraciones de función de estatus -elemento clave para la creación de hechos institucionales-, así como también la estructura y distinción entre los hechos sociales e institucionales, y el importante papel que desempeña la intencionalidad colectiva en esta construcción.

Pero la propuesta de Searle también presenta vacíos, dilemas y paradojas, siendo la principal su concepción mentalista, que entiende la realidad social como construida mediante operaciones lógico-mentales causadas por y realizadas en cerebros individuales, por medio de la operación de representación de esa realidad como existente, sin reparar en la capacidad causal que presenta el hecho institucional mismo -entendido como externo e irreductible a la mente que le dio origen- en la creación de otros hechos institucionales y, por tanto, en la dirección de ajuste contraria mundo-mente(s). En otras palabras, su análisis está centrado en las propiedades causales de la mente y no de los hechos institucionales, lo que necesariamente implica una concepción individualista de la realidad social, que corre el riesgo de caer en una noción epifenoménica de ésta.

Al mismo tiempo y como consecuencia de lo anterior, Searle otorga propiedades sobreexplicativas al lenguaje, otorgándole la capacidad excluyente de creación y mantención de la realidad social, así como también de generar los poderes deónticos que permiten la existencia continuada de los hechos institucionales.

Frente a este escenario de dilemas, el aporte que la teoría sociológica puede hacer a la ontología social de Searle es sustantivo, principalmente porque, como se sostuvo arriba, no niega la capacidad de causación de la realidad social. Por el contrario, la mayor parte de la teoría sociológica -con matices y diferencias, por cierto- aboga por una concepción de lo social como externa e irreductible al individuo, y como portadora de capacidad causal sobre los individuos. Sin duda, esta discusión puede también entenderse en términos de la sempiterna tensión entre agencia y estructura que atraviesa a la sociología desde sus orígenes. Pero más allá de las corrientes que se inclinan por uno u otro lado, se puede sostener que existe un consenso en cuanto la relación entre individuo y sociedad se comprende en términos de influencia causal mutua (aunque ese lenguaje no sería usado por la Escuela Hermenéutica). En el caso de Durkheim, la concepción de los hechos sociales como «modos de hacer, pensar y sentir exteriores y coercitivos», da clara cuenta de ello. Weber, a quien suele encasillarse en el lado opuesto de Durkheim, defiende la misma idea cuando sostiene que, aun cuando sólo los individuos pueden ser sujetos de una acción orientada por su sentido, los fenómenos sociales no pueden explicarse reduciéndose a fenómenos psicológicos, pues lo interesante y propio de su explicación es el análisis interpretativo de la acción social (Weber 1997). Asimismo, el principio marxista que sostiene que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx 1981:404). Todos ellos apuntan en la misma dirección.

En consecuencia, quizás el aporte principal que la teoría sociológica pueda hacer a la ontología de la realidad social tenga que ver, precisamente, con relevar esta relación de reciprocidad, que trae como consecuencia una influencia causal mutua entre individuos y sociedad, que define a la realidad social, y que en términos de la batería conceptual propuesta por Searle se puede entender, como se argumentó en el cuerpo del artículo, estableciendo una distinción al momento de comprender los hechos sociales/institucionales entre causado por y realizado en, de manera de no confundir dos situaciones distintas: por un lado, el hecho trivialmente verdadero de que todo hecho social, al ser una representación, es indefectiblemente realizado en cerebros individuales; y por otro, que lo anterior no implica que todo hecho social sea también causado por cerebros individuales. Como se argumentó, éstos pueden ser causados externamente por otros hechos sociales/institucionales, dado que también cuentan con capacidad causal. En esta distinción se apoya, entonces, el argumento de la reciprocidad causal entre individuo y sociedad (ya expuesto), que es también apoyado explícitamente por Berger y Luckmann cuando sostienen que la relación entre el individuo y su grupo social es recíproca (o dialéctica), vale decir, el individuo crea la realidad social al mismo tiempo que es creada por ésta.

Finalmente, otro aporte fundamental de la sociología tiene que ver con la necesidad de desarrollar una teoría de la institucionalización que explique con mayor exactitud la mantención y el cambio institucional. Tal como Searle lo expone, a diferencia de la realidad física bruta de átomos y galaxias, la realidad social requiere ser creída para ser tal, es decir, debemos representárnosla y, en ese contexto, la creencia que posibilita la realidad social es histórica, vale decir, está encarnada en individuos particulares y, por tanto, sujeta a los avatares de la temporalidad. En consecuencia, requiere de mecanismos de traspaso de legitimidad de la creencia, con sus respectivos mecanismos de poder asociados.

Es en virtud de esta complementariedad entre la filosofía social de Searle y la teoría sociológica, que este artículo se propone contribuir al desarrollo de una ontología de la realidad social más comprensiva, entendiendo por más comprensiva una ontología que, precisamente, tome en consideración esta complementariedad, desarrollándose por el trabajo conjunto entre filosofía y ciencias sociales. Para ello, los viejos divisionismos deben ceder terreno a la integración de los saberes, en beneficio de alcanzar una visión más comprensiva y completa del fenómeno social en toda su extensión.

Notas

(1) Con esta idea, Searle está haciendo referencia principalmente a Derrida y a la filosofía deconstruccionista (Searle 2010).

(2) No debe confundirse la discusión ontológica con la metodológica. Así, si bien es cierto que Durkheim terminará planteando que “lo social debe ser explicado por lo social”, esta es una precisión de tipo metodológica que viene precedida por la discusión ontológica donde defiende la existencia de lo social como realidad sui generis, distinta al agregado de individualidades que la conforma.

(3) Ver las defensas de Searle al realismo y el consecuente ataque al perspectivismo en Searle 1997 y 2001.

(4) La distinción entre hecho institucional y social de Searle, presenta algunas semejanzas con la noción de acción social de Weber, pues éste sostiene que si dos personas chocan en la calle -por ejemplo-, se está en presencia de una interacción social, pero no de una acción social propiamente tal, puesto que el sentido de ésta no estaba dirigido a la reciprocidad de la acción.

(5) Una única mención a la legitimidad se encuentra en la referencia que hace en Making the Social World a propósito de los poderes deónticos inherentes a los gobiernos. “La legitimidad es crucial para el funcionamiento de los gobiernos, porque el poder político requiere de algún grado de aceptación” (2010:163).

(6) En la traducción castellana del libro Mentes, cerebros y ciencia, se utiliza la expresión «Malla» en vez de «Red». Para favorecer una mejor comprensión, se ha utilizado la cita privilegiando la expresión de «Red».

(7) Bourdieu define habitus como “un sistema de disposiciones durables y transferibles -estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes- que integran todas las experiencias pasadas y funciona en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir” (2007:178). 

Bibliografía

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Recibido el 27 Nov 2012

Aceptado el 14 Jun 2013

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X