Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Mansilla, M; Leiva, S; Muñoz, W. (2017) Pospentecostalismo: del fundacionalismo al postfundacionalismo pentecostal chileno. Cinta moebio 59: 172-185. doi: 10.4067/S0717-554X2017000200172

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Pospentecostalismo: del fundacionalismo al postfundacionalismo pentecostal chileno

Postpentecostalism: from foundationalism to Chilean Pentecostal postfundationalism

Miguel Ángel Mansilla (mansilla.miguel@gmail.com) Instituto de Estudios Internacionales, Universidad Arturo Prat (Iquique, Chile) ORCID: 0000-0001-5684-0787
Sandra Leiva (sandleiva@gmail.com) Instituto de Estudios Internacionales, Universidad Arturo Prat (Iquique, Chile) ORCID: 0000-0003-4883-6942
Wilson Muñoz (wilsonsocio@gmail.com) Facultad de Educación y Humanidades, Universidad de Tarapacá (Arica, Chile) ORCID: 0000-0002-6496-500X

Abstract

The aim of this paper is to describe and analyse how the concepts of community and people have historically evolved from their origins up to these days in Pentecostalism. Considering an analysis of the most relevant literature in Chile on this religious movement, we will show how the specialized literature and the movement itself have shifted from foundationalist notions of community and subject, towards post-foundationalist notions of these concepts. Methodologically we have reviewed and analysed all the articles and books of sociology and anthropology of Pentecostalism published from 1967 to the present. We have encountered a crisis and religious disenchantment in the Pentecostal movement, and a weakening of the agglutinating force of the foundational notions of Pentecostalism. The Pentecostal movement is at a postfoundationalist moment, which we have tentatively called postpentecostalism.

Key words: pentecostalism, foundationalism, post-foundationalism, post-pentecostalism, Chile.

Resumen

El objetivo de este artículo es describir y analizar cómo se han ido transformando históricamente los conceptos de comunidad y sujeto desde sus orígenes hasta la actualidad en el pentecostalismo. A partir del análisis de la literatura más significativa en Chile sobre de este movimiento socioreligioso, mostraremos cómo tanto la literatura especializada como el movimiento pentecostal mismo han pasado desde una concepción fundacionalista de la comunidad y los sujetos pentecostales, a una concepción postfundacionalista de los mismos. Metodológicamente hemos revisado y analizados todos los artículos y libros de sociología y antropología del pentecostalismo publicado desde 1967 hasta la actualidad. Nos hemos encontrado una crisis y desencanto religioso en el movimiento pentecostal, y un debilitamiento de la fuerza aglutinante de las nociones fundacionalistas del pentecostalismo. El movimiento pentecostal se encuentra en un momento postfundacionalista, que hemos denominado provisoriamente postpentecostalismo

Palabras clave: pentecostalismo, fundacionalismo, postfundacionalismo, postpentecostalismo, Chile.

Introducción

Desde el nacimiento de la antropología y la sociología del pentecostalismo chileno, tal como lo plantearon autores como Lalive d’ Epinay, Tennekes y Willems en diversos textos, el movimiento pentecostal fue concebido como una religión basada en un fundacionalismo comunitario. Una comunidad que alojaba a los pobres redimidos de la sociedad (marginales, indígenas, campesinos). En términos epistemológicos se trataba de una concepción de la comunidad relativamente cerrada y de un individuo usualmente desvalido. En la comunidad estaban todos los aspectos considerados positivos e ideales del ser humano, como la confianza, el afecto, la protección, la solidaridad y la generosidad; mientras que fuera de ella reinaba el caos, el egoísmo y la soledad. Cualquier sujeto que salía de la comunidad, no solo se perdía en el mundo borrascoso, sino que se constituía también en un infame. Dada esta dicotomía, el ingreso cabal a la comunidad solo era posible a través de la conversión, y salir de ella era considerado una depravación. Para retornar a la comunidad el individuo debía pregonar su arrepentimiento y solicitar con aflicción su retorno. En estas primeras investigaciones la concepción del pentecostalismo tendió a nutrirse simultáneamente de una construcción social y una construcción analítica de la comunidad, donde los investigadores tendían a “reducir todo fenómeno humano a variables sociales” (Calvillo y Favela 1996:37). En este escenario, el individuo pentecostal fue concebido sin capacidad de resistencia ni creatividad, un actor que siempre era transformado, pero que jamás transformaba nada.

En la década de 1970, algunos autores como Eduardo Pérez comenzaron a desarrollar las investigaciones sobre el pentecostalismo aymara en el norte de Chile. La temática de análisis central fue la confrontación entre la comunidad pentecostal y la comunidad aymara. Mientras que la primera adquiría tintes negativos, la segunda era idealizada. No obstante, ambas ideas de comunidad fueron concebidas bajo un prisma fundacionalista, pues se trataba de una entidad cerrada, armónica, autosuficiente y sobrevalorada (como buena o mala). Para el caso de la sociología del pentecostalismo, las investigaciones se reiniciaron a mediados de 1980, luego del “despertar de las masas” que evidenciaran las marchas y protestas del año 1983, gatilladas por la crisis de 1982. Autores como Arturo Chacón y Humberto Lagos renovaron el interés por los evangélicos, destacando la presencia de dos nuevas comunidades: la comunidad de pastores y la comunidad de evangélicos uniformados (Fuerzas Armadas). Pero una vez más la comunidad fue caracterizada como cerrada y homogénea. El individuo aparece como un ser ingenuo, seducido y encerrado por la comunidad que le insufla una ideología, en consonancia con la gran influencia de la Patria (otra comunidad) defendida por la dictadura. Estos dos tipos de comunidades eran parte del pentecostalismo, el cual se auto-concebía como la gran comunidad de redimidos que resistía y enfrentaba a la sociedad. Por tanto, el fundamento social y simbólico del pentecostalismo parecía estar asociado a su doble imaginario de pueblo y peregrino, contenidos en el imaginario de una comunidad desterrada vinculada a la nostalgia rural por sus componentes indígenas y campesinos, y movilizados por una esperanza celeste concebida como un paraíso o tierra perdida.

En términos analíticos consideramos que la reducción de la dinámica histórica a una sola dirección conlleva a la presuposición de la existencia de monocausalidad de los fenómenos históricos y sociales. Bajo esta concepción, el determinismo social de los estudios sobre el pentecostalismo sacrificó la diversidad y singularidad del movimiento, en pos de la uniformidad y repetibilidad del mismo. Así, el actor pentecostal solo podía imaginar y fantasear el cambio, pero siempre desde el imperativo del símbolo, jamás desde la arena sociopolítica, pues se le consideraba en estado de huelga o simplemente un enajenado.

Por otro lado, esta visión fundacionalista de la antropología y la sociología del pentecostalismo conllevaba “una postura teleológica del conocimiento y una concepción holística de la sociedad, lo cual tuvo impacto a nivel ideológico, gnoseológico y metodológico” (Calvillo y Favela 1996:23). En lo ideológico se trata de la construcción de un mundo dividido socialmente: a nivel social por la existencia de las polaridades políticas y la dictadura; mientras que a nivel de las ciencias sociales el mundo aparece dividido por polaridades analíticas como desarrollo/ subdesarrollo, urbano/ rural, mestizo/ indígena, etc. Asumimos que el pensamiento social posee una historicidad inevitable y la epistemología es una construcción social situada contextualmente, por lo que la sociología y la antropología entendieron a la comunidad y la subjetividad pentecostal con las herramientas teóricas de su tiempo. Finalmente, esta concepción tuvo un correlato metodológico evidente, pues el análisis social se orientó a la búsqueda del nexo de monocausalidad y la sobrevaloración de la continuidad del fenómeno de estudio.

Hoy por hoy nos encontramos en una sociedad que ha recibido distintos nombres, muchos de ellos asociados a la figura de la crisis y el desencanto, y normalmente centrados en el prefijo latino post (postmodernismo, posthumanismo, postindustrialismo, postmaterialista, postcapitalismo, etc). Esta denominación también afecta a la epistemología, y de manera particular a los conceptos de comunidad y sujeto, como sostiene Espósito, cuestionando el esencialismo comunitario, considerándolo sin esencia, pero con existencia social. Esta postura es conocida como postfundacionalismo, entendida como “una constante interrogación por las figuras metafísicas fundacionales, tales como la totalidad, la universalidad, la esencia y el fundamento” (Marchart 2009:14). Sostiene que la comunidad “tiene como sustento una nada originaria, esto es que no hay un sustrato, una sustancia, un ser común de la comunidad definido en términos orgánicos, raciales, nacionales, de sangre, esencia o de naturaleza” (Groppo 2011:52). En consecuencia, es una concepción que se levanta contra toda sustancialización y esencialización de lo social, lo cultural y lo político. Se trata de un “debilitamiento ontológico del fundamento, pero que no conduce al supuesto de la ausencia total de todos los fundamentos, sino más bien la imposibilidad de los fundamentos últimos” (Marchart 2009:14). Por esa razón, “lo propio de la comunidad es un vacío, una distancia, un extrañamiento que los hace ausentes de sí mismos” (Groppo 2011:58).

Por otro lado, hablamos de postpentecostalismo para referirnos a la crisis y desencanto que vive el pentecostalismo chileno como tal, pero que las ciencias sociales no han logrado develar totalmente. Se trata de una crisis de sus mitos fundacionales y utopías religiosas, pero sobre todo de los fundamentos sociales, culturales, políticos y económicos que sustentaban al pentecostalismo. En este escenario, avanza una creciente conciencia de lo religioso como algo contingente y existencial para el creyente, por lo que el pentecostal es concebido como parcial, limitado, heterogéneo e inserto en una pléyade de creencias religiosas. Es una religión más en una sociedad diversificada religiosamente (politeísta). Paradojalmente, esto se logró en la medida que luchaban por el estatus igualitario con la Iglesia Católica y se auto-concebían como religión: una construcción social y no una revelación sagrada como relataba el mito etiológico. Es una fractura del mito originario que señalaba uno de sus líderes fundadores en Chile (W. Hoover), el cual sostenía que el pentecostalismo fue fundado por el Espíritu Santo y no por carne ni sangre, por lo que no lleva el nombre de ningún fundador humano. Esta crisis y desencanto por pertenecer a una religión más, ponen en cuestión los principios y lemas básicos pentecostales: Chile para Cristo, la predicación como principio divino, y “ganar almas” como una tarea de todos. Los conceptos de convertidos, descarriados, mundanos, espirituales o carnales, se vuelven obsoletos. Además, se inicia un fuerte proceso de diferenciación religiosa entre los laicos y el sacerdocio. Aumenta el individualismo, la mundanización y el materialismo. Lo posterrenal (cielo, infierno), el (pre)milenarismo y el mesianismo disminuyen su intensidad frente a los proyectos sociales de los creyentes.

Esta discusión nos muestra cómo las nociones de comunidad y sujeto pentecostal, tanto a nivel teórico como socio-histórico, han variado sustancialmente desde los orígenes del movimiento pentecostal hasta nuestros días. En este sentido, consideramos que las ideas de comunidad y sujetos no solo son relevantes para explorar cómo se auto-comprende el pentecostalismo en tanto movimiento social e históricamente situado, sino también para advertir cómo uno de los debates teóricos más relevantes que se han generado en la sociología y antropología, ha permeado al análisis del pentecostalismo chileno. Pese a la relevancia de estas reconfiguraciones epistemológicas y sociales en el pentecostalismo chileno, al analizar la literatura especializada hemos advertido que no han sido atendidas de manera suficiente, dejando en la sombra una de las reconfiguraciones más importantes de este movimiento religioso.

Este artículo busca ser una contribución al respecto. Su objetivo es describir y analizar cómo se han ido transformando históricamente las nociones que sustentan los conceptos de comunidad y sujeto pentecostales desde sus orígenes hasta la actualidad. La hipótesis de trabajo es que tanto la literatura especializada, como el movimiento pentecostal mismo, inicialmente asumieron una concepción fundacionalista de la comunidad. No obstante, con el devenir de una serie de reconfiguraciones tanto históricas y socioculturales, como teóricas y epistemológicas, se generó simultáneamente una crisis y desencanto religioso en el movimiento pentecostal y un debilitamiento de la fuerza aglutinante de las nociones fundacionalistas del pentecostalismo. De esta manera, el movimiento pentecostal se encuentra en un momento postfundacionalista y que hemos denominado provisoriamente postpentecostalismo.

Para mostrar el rendimiento de nuestra hipótesis, se realizó una revisión y análisis de la literatura más significativa sobre el pentecostalismo chileno, centrada en cómo se dio el paso de esta reconfiguración conceptual del pentecostalismo y dónde podemos apreciarla de manera más clara.

La comunidad artífice

Desde los inicios del pentecostalismo, autores como Frosdhham, Browning, Clark y Damboriena lo describieron como la religión de los pobres, apreciación que luego continuaron algunos sacerdotes católicos chilenos como el Padre Alberto Hurtado y Bernardino Piñera y que, posteriormente, antropólogos y sociólogos pioneros del pentecostalismo como Willems y Lalive d’Epinay siguieron reproduciendo. Estos autores, según Mansilla, Muñoz y Orellana, asumieron una postura epistemológica fundacionalista de la comunidad pentecostal, asociándola a cuatro fundamentos: (1) fundamento social: una comunidad de obreros; (2) fundamento cultural: una comunidad indígena sustituta; (3) fundamento mítico: una comunidad orientada al futuro común (escatológica) y a un pasado común (la nostalgia rural); y (4) un fundamento político: una religión de clases, la religión de los pobres. Aquí prevaleció una concepción teleológica en el análisis, la cual suponía que “la sociedad tiene propósitos o metas y, que es precisamente para alcanzar estos propósitos y metas que han sido creadas las estructuras y las instituciones sociales” (Calvillo y Favela 1996:22).

No obstante, desde un comienzo se apreciaba cierta crisis en el fundacionalismo comunitario del pentecostalismo. El mismo Lalive d’Epinay señaló tres aspectos sobre ello: (1) Los “dirigentes comparan las denominaciones pentecostales a una iglesia con dos puertas, una para entrar y la otra para salir” (1968:261). (2) Está lejos de “probarse que los hijos de los pentecostales permanezcan siendo pentecostales. La inquietud manifestada por varios pastores de congregaciones antiguas, hace creer que la integración de la segunda generación, no se hace sin dificultad, ni sin pérdidas” (1968:261). (3) En “la región del carbón, donde pululan pequeñas iglesias, reducidas a la sola función orante y de culto. Estas comunidades se estancan, feneciendo en el quietismo. Totalmente plegadas sobre ellas mismas. Estos rompen con el sueño pentecostal de Chile para Cristo” (1968:87). Si bien estas experiencias mostraban la capacidad de resistencia, protesta y reinvención de los sujetos pentecostales, todas ellas se asociaban al sujeto colectivo, porque se privilegió “a las grandes unidades sociales conllevando a concebir las actitudes y las conductas como apriorísticamente socializadas, es decir, a estudiar a las estructuras sociales como fundamentalmente coercitivas” (Calvillo y Favela 1996:24). Así, al mismo tiempo que se divinizaba a la comunidad, se invisibilizaba al sujeto pentecostal.

Durante el gobierno de la Unidad Popular, la concepción comunitaria del pentecostalismo se vio en desventaja frente a la propuesta socialista: la solidaridad de clase vino a competir con la solidaridad religiosa, lo que incluso atraía a muchos pentecostales y fue destacado por Harvey Cox y Pedro Puentes. Pese a ello, Tennekes sostiene que el pentecostalismo siguió llegando a los más pobres de la sociedad chilena por su triple sentido comunitario: sentido del rol, sentido de pertenencia y sentido de dependencia. El fundacionalismo comunitario parecía invadir todo el quehacer social y las ciencias sociales no pudieron abstraerse, “fundamentando el principio de análisis, de las estructuras e instituciones sociales como el único fin válido [de las ciencias sociales], ya que a través de su intelegibilidad se puede llegar a descubrir los propósitos y metas de grupos e individuos” (Calvillo y Favela 1996:22). Paradojalmente, con la irrupción de la Dictadura Militar, el fundacionalismo comunitario del pentecostalismo se revitalizó, pues la dictadura persiguió a las otras propuestas comunitarias (socialistas, comunistas, católicas), quedando la religión evangélica como la única esperanza y consuelo comunitario permitido a los pobres.

Tuvo que pasar una década para que la sociología del pentecostalismo (zona urbana) se reanudara. Entre los aspectos más significativos que los investigadores develan de esta época está el carácter político de la Comunidad de Pastores frente a sus distintos apoyos a la Dictadura Militar, y la legitimidad política que reciben las comunidades pentecostales con la presencia y asistencia del General Pinochet a los Tedeum Evangélicos, fenómeno que fue permanentemente denunciado por los sociólogos Humberto Lagos y Arturo Chacón. No obstante, la descripción del fundamento político de las comunidades pentecostales, considerados y auto-considerados apolíticos, se continuó investigando a los sujetos colectivos bajo principios fundacionales comunitarios y, por consiguiente, invisibilizándolos su subjetividad.

Paulatinamente los estudios irán desgranando el fenómeno de la subjetividad, aunque normalmente bajo una concepción abstracta y patriarcal. Se resaltará a los pastores como sujetos históricos para el desarrollo y crecimiento del pentecostalismo chileno. Ellos reconstruirán los mitos fundacionales de tipo simbólico-social con el imaginario de pueblo peregrino, insertando un sentimiento trágico de la vida, por sentirse discriminados, estigmatizados y, a veces, violentados por ser pobres y pentecostales. Sin embargo, logran resistirlo con la meta-utopía del premilenio. En este sentido, prevalece “el principio de exterioridad y coacción de las estructuras y las instituciones sociales, transformándose en colofón teórico e ideológico político de grandes teorías generalizadoras” (Calvillo y Favela 1996:23). También se resaltan vidas ejemplares como las del Pastor Víctor Mora, quien logra reconciliar dos propuestas comunitarias antinómicas: el socialismo y el pentecostalismo con sus espacios sociales (sindicato y templo) y propuestas políticas (política y metapolítica), como mostrara Ossa a inicios de los noventa. De igual modo, comienza a modelarse la historia del pentecostalismo, sobre todo de la primera mitad del siglo XX, considerada como la etapa más dura y cruda para los pentecostales, pues tuvieron que enfrentarse a toda clase de discriminaciones, estigmas y violencias, originando una especie de pentecosfobia, señalado por Miguel Mansilla en su libro La buena muerte: la cultura del morir en el pentecostalismo. Sin embargo, también lograron instalarse en los sectores populares como una opción religiosa para los pobres.

La subjetividad brumosa

Como señalábamos, progresivamente la subjetividad comenzó a aparecer en medio del velo comunitario. Esta dimensión subjetiva aparece rastreada desde los itinerarios de la conversión hasta la constitución misma del predicador. En este contexto, Carmen Galilea señala que se presenta a la comunidad pentecostal como un modelo de movilidad social (quizás el único para la época) a través del trabajo religioso. Se resalta la dimensión simbólica del trabajo, donde su sentido, pese a estar en el plano del castigo, es redimido y luego trascendentalizado, considerándolo una bendición divina, según Manuel Ossa. Pero aun así se sigue obviado el papel de la persona en la configuración de la estructura y las instituciones sociales. Se destaca a la comunidad pentecostal como redentora y terapéutica de una subjetividad deteriorada, utilizando para ello un modelo familiar que se expresa en tres distinciones: (a) La comunidad pentecostal brinda identidad al converso y lo constituye en sujeto. (b) También ofrece la salvación como una vida librada de la caída, representando así para la subjetividad algo más que un refugio, una especie de preparación transformadora para enfrentar al mundo. (c) Por último, el pentecostalismo es en sí mismo un espacio propio, un lugar donde vivir de otra manera y acceder a una identidad, como señalaran Canales, Palma y Villela. En síntesis, la comunidad pentecostal opera como un demiurgo, convirtiéndose en un arma simbólica contra el orden oligárquico que brindó recursos comunitarios de adaptación a las cambiantes condiciones de la vida urbano-popular y presentando ciertos rasgos de protestas implícitas contra las condiciones de miseria y opresión en que vivían los nuevos contingentes de obreros y sub-proletarios, como sostuviera Parker. Pero, aun así, continuaba siendo una comunidad con actores enmascarados, donde la movilidad social y la protesta sociopolítica seguían moviéndose principalmente en el plano simbólico.

También debemos destacar que no solo hubo un soterramiento de la subjetividad, sino que cuando aparecía adquiría una preeminencia patriarcal. Pese al carácter femenino de las comunidades pentecostales que han destacado Rosa Andrade, Martín Lindarth y Zicri Orellana, la mujer quedaba mimetizada en la feminidad de la comunidad. Con todo, aparecerán investigaciones que poco a poco mostrarán importantes cambios culturales en las definiciones y conductas asociadas a lo femenino y a lo masculino en las comunidades pentecostales. Pero estos cambios no implicaron necesariamente la mutación de las desiguales relaciones de género, pues el surgimiento de un neomachismo sigue propiciando que los hombres detenten, muchas veces, un poder arbitrario. No obstante, las mujeres pueden utilizar la retórica de la igualdad, gracias a la interpretación bíblica, para contrarrestar el dominio masculino, según Sonia Montecino. Esto implica que paulatinamente se va reconociendo la importancia de la negociación individual en la conformación del orden social, particularmente el significativo rol de la mujer en las comunidades pentecostales.

Comienza a aparecer también tímidamente en el pentecostalismo una reformulación del género, en el sentido que hay un mejor trato hacia las mujeres, y el cual es predicado y creído tanto por mujeres como por hombres, como evidencian los trabajos de las antropólogas Hanneke Slootweg y Josefina Hurtado. Y dado que comienza a considerarse la vida cotidiana de la subjetividad, se van develando también estas transformaciones que, si bien en ningún caso implican igualdad de género, sí muestran cierto cambio en la valoración de la mujer y también en la masculinidad. Respecto a esto último, habría también una transformación con una propuesta de que propone un hombre nuevo, alejado del alcohol, la violencia y la hipersexualidad. Esta transformación sería una especie de domesticación y una feminización del macho. No obstante, debemos señalar que permanece una ideología que impide que la mujer acceda libremente a cargos de liderazgos, ya sea como pastora, predicadora y líder nacional de una corporación, como bien lo destacó Zicri Orellana.

Según Fediakova y Parker, también se va cuestionando el fundacionalismo comunitario del pentecostalismo con la aparición de un sujeto más escolarizado y de un joven que cuestiona el adultocentrismo de las investigaciones. De esta forma, el acercamiento a una subjetividad diferenciada es sugerente, pues los cambios en el comportamiento y en las motivaciones que guían las acciones desarrolladas, son señales de la emergencia de nuevos sujetos sociales en el pentecostalismo chileno.

Por otro lado, también hay un acercamiento a la subjetividad pentecostal a través de la sonoridad. El canto aparece como un instrumento de liberación, donde la letra, simple y repetitiva, sirve para que los creyentes reflexionen sobre su propia vida. El canto pentecostal, conocido como coro, es tremendamente significativo para los pentecostales, ya que muchos de estos cantos eran creaciones locales, fundamentalmente escritos por conversos que expresaban su vida anterior y actual, destacando la precariedad, la incertidumbre frente al futuro (utilizando para ello metáforas naturalistas, climáticas, fáunicas, etc.), los dolores, miedos, pero también las satisfacciones de la vida, como han destacado especialmente Cristian Guerra, Angélica Barrios y Rodrigo Moulian.

Comunidades ambiguas

El fundacionalismo también se aprecia en el tratamiento que realizó la literatura sobre el pentecostalismo de la conflictiva relación de dos comunidades enfrentadas: la comunidad evangélica frente a la comunidad aymara en el norte de Chile. La comunidad pentecostal es concebida como maligna, destructora y conflictiva, frente a una comunidad aymara pacífica, armoniosa y fraterna, según la descripción de Eduardo Pérez. Se trata de un fundacionalismo que le otorga a las comunidades características esenciales. En general, este fundamento disruptivo muestra que el fortalecimiento de las comunidades pentecostales se genera a través del conflicto, y la competencia y la lucha por el carisma. Aquí se destaca la función que cumplió la jerarquización como una forma de movilidad social, ejemplificada por la competencia entre los pastores por obtener más iglesias bajo su cargo. Visto desde una perspectiva más general, esta comunitarización competitiva puede ser vista como “la emergencia de comunidades religiosas (iglesias locales) que compiten entre ellas mismas (incluso dentro de la propia iglesia) a través del crecimiento estadístico de su membrecía, tanto por el patrimonio de los bienes simbólicos de salvación como por el de bienes administrativos” (Donoso-Maluf 1998:85).

Este fundacionalismo comunitario también se observó en el pentecostalismo “tras las rejas”. Este movimiento religioso llevó su propuesta comunitaria a la cárcel, donde sigue cumpliendo la función tradicional de constituirse en un refugio frente a los peligros que asechan a los presidiarios. La comunidad es respetada por los funcionarios y por los presidiarios, pero se sospecha de los conversos, pues son considerados “encarpados”, como lo destacó Nury Concha. Es una comunidad aparentemente enfrentada y que es víctima de una doble sospecha: sospechan los de adentro (los enrejados) y los de afuera (la comunidad pentecostal libre). Para estos últimos, los primeros son ex-presidiarios más que hermanos, por lo tanto, también están sometidos a las constantes sospechas. Ellos siempre deben demostrar que son convertidos. Sin embargo, esta sospecha era resistida por la expresión bíblica: lo importante es la libertad interna y no la externa. Como es conocido, los nuevos sujetos sociales “emergen desde la periferia de la propia estructura social; provienen del fondo del tejido social. Aparecen cuando la creencia en el orden social dominante se debilita” (Calvillo y Favela 1996:47).

También podemos apreciar otro tipo de conflictos inter-comunitarios pentecostales. Se trata de las comunidades auto-excluidas, auto-consideradas despreciadas y desechadas, tanto por la sociedad, como por los pentecostales denominacionales. No se trata de apariciones repentinas de grupos sociales, sino de “la emergencia de lo excluido, de vestigios de divisiones y exclusiones pasadas, se trata de realidades contingentes que han permitido un modo distinto de intercambiar experiencias, necesidades y proyectos utópicos” (Calvillo y Favela 1996:47). Los que se reúnen bajo esta etiqueta son, por ejemplo, jóvenes y adultos que suelen vestirse con camisetas negras (estilo trash), bototos y zapatillas, utilizan peinados llamativos (estilo mohicanos punk), usan tatuajes, piercing, etc.; según la descripción de Bahamondes. Critican a las comunidades pentecostales de las iglesias institucionalizadas por el uso de la palabra “hermano”, pues si bien remite a una idea de una comunidad de iguales, finalmente son igual o más jerárquicos que la sociedad mundana (“iguales, pero no tanto”). Se trata de un lugar donde los hombres y los adultos tienen el poder, mientras que los jóvenes son excluidos permanentemente y están bajo la constante vigilancia y control somático.

También existen otros conflictos inter-generacionales, manifestándose una notable brecha cultural y generacional entre jóvenes y pastores pentecostales. Los jóvenes ya no son los obedientes ni los sumisos que aparentaban ser los adultos de antaño. Actúan independientemente de sus pastores y no se sienten menoscabados ni discriminados por la sociedad chilena. Además, debemos recordar que actualmente mientras más joven es el sector evangélico, más alto es su nivel de educación. Eso provoca una mayor inserción de las comunidades evangélicas en la vida política y social del país y su creciente participación en el debate público, como bien mostró Eugenia Fediakova. A diferencia de los jóvenes pentecostales chilenos de la primera mitad del siglo XX quienes, según Miguel Mansilla, sí se auto-percibían discriminados y formaban parte de una ciudadanía de segunda clase.

La comunidad postpentecostal

Como señalábamos, para el postfundacionalismo la comunidad carece de un fundamento último, sustancia y esencia. No se trata de un súper-organismo que sintetiza todos los valores ideales proyectados del ser humano. La comunidad es más bien una construcción social limitada e insuficiente que condiciona, limita y afecta a los sujetos. Este cambio no viene dado totalmente por algún súper poder externo, sino que es posibilitado por la voluntad y decisión del sujeto. De igual modo la misma comunidad es afectada y constreñida por la subjetividad. Es en este sentido que hablamos de una comunidad postpentecostal. No posee una sacralidad esencial, es decir no es una creación divina, como lo creían los pentecostales de antaño, sino que se trata de una comunidad cuya existencia es social, históricamente condicionada y culturalmente moldeada. Pese a ser una definición negativa, consideramos que una comunidad que “no tiene un en-sí mismo; no hay una postulación de una identidad previa, sustantiva, describible de manera densa, con un contenido específico, sino que la comunidad es precisamente la falta de todo eso” (Groppo 2011:67).

En este escenario los predicadores postpentecostales se conciben como coach de una sociedad en donde la crisis, el riesgo, las vicisitudes y la recesión son considerados como los demonios globales que atormentan a las personas. El concepto de pastor ha sido desplazado por este coach que es a la vez conferencista, motivador y apóstol, mientras que los creyentes son considerados unos contribuyentes. Si bien el concepto de hermano sigue siendo importante, lo que se ha vaciado de contenidos esenciales es la concepción de la iglesia como comunidad, transformándose en un lugar de tránsito, de servicio y de motivación para el logro de metas sociales y proyectos personales. Una comunidad así, pensada sin fundamentos, es inasequible, pues “no surge a partir de la aserción de una característica positiva” (Espósito 2003:52). Los problemas sociales son asociados a la responsabilidad del individuo, por consiguiente, el problema real no está fuera, sino dentro de él. Ya no está en su alma sino en su mente, ya no es un problema espiritual sino psicológico, no es un problema comunitario sino socio-económico. Como los problemas se han psicologizado (y disminuyen las causas espirituales), para exorcizarlos basta con hacer una declaración positiva usando los textos bíblicos en los templos. En este sentido se trata de una comunidad real y no ideal, pues “presenta y hace visible la brecha entre la postulación de un ser de la comunidad y la instanciación histórico-empírica de dicho proyecto” (Groppo 2011:53).

En este escenario se destaca un discurso marcadamente individualista, ya que los nuevos líderes reconocen la dificultad o la imposibilidad misma de lo común. Es así como “lo propio de la comunidad es un vacío, una distancia, un extrañamiento que los hace ausentes de sí mismos” (Groppo 2011:56). Por ello son flexibles, pues permiten al individuo tener otras identidades, sean políticas, sociales o profesionales. Aunque éstas entren en competencia y contradicción con la identidad religiosa, pues la causa final de todas ellas es la misma: “ser prosperado”, por lo tanto, no se conciben como contradictorias, sino complementarias. Hay una admisión implícita de que “la comunidad es lo opuesto a lo propio, es lo impropio, el munus, obligación o deber para con los otros” (Groppo 2011:56). Se trata de una subjetividad religiosa secularizada, donde las fronteras entre lo sagrado y lo profano se difuminan: lo sagrado se profana y lo profano se sacraliza. Es una sacralización del individualismo instrumental y materialista, donde la comunidad se vuelve una carga, una deuda, una especie de deber, pero que a la vez termina convirtiéndose más bien en una red de oportunidades económicas, políticas y sociales. Esto aumenta el nomadismo religioso, relacionado con una tipología de nuevos creyentes que ya no se comprometen con una determinada congregación, sino con la búsqueda de una religión que satisfaga sus demandas individuales.

En la sociedad actual la incertidumbre, las crisis y la inseguridad permiten al postpentecostalismo formular propuestas frente a otras alternativas socioreligiosas. La comunidad postpentecostal se reúne especialmente en torno a la figura del miedo a estos desafíos y riesgos. Así “el miedo, no solo origina y explicita el pacto, sino también la protege y la mantiene viva como comunidad” (Espósito 2003:58). Frente a una incapacidad de creer en utopías trascendentales, resultan plausibles los sueños individuales. Pero la consecución de estos sueños no se hace por medios tradicionales como el trabajo y el esfuerzo, sino con una serie de recursos mágicos y en el menor tiempo posible. Se trata de una crisis de confianza en un futuro mejor, de plantearse modelos de redención y movilidad social. En este contexto, el presente se idealiza como una burbuja: es el refugio redentor de la desesperanza frente a una crisis de futuro y un olvido o más bien una selección instrumental del pasado. Solo se rescata del pasado aquello que sea útil al éxito material del presente.

En este escenario, la memoria religiosa no es tan relevante como antaño porque en los nuevos demandantes de contenidos religiosos importa especialmente el “yo” y la emotividad personal (aunque sea fugaz). Se trata de un sujeto religioso que circunscribe lo divino en torno a un yo emocional, materialista e individualista. Así, el postpentecostalismo se sustenta en la fragilidad de la voluntad, necesidad, deseo y contribución de los sujetos pentecostales; derribando “el mito de una comunidad transparente para sí misma, en la cual cada uno comunica al otro su propia esencia comunitaria” (Espósito 2003:101).

Si bien el postpentecostalismo es una emergencia y una contingencia religiosa fundamentalmente urbana, con el uso de los medios de comunicación como radios, canales de televisión e internet, su cosmovisión religiosa permea el pentecostalismo clásico, rural e indígena. Se trata de una nueva forma de construir comunidad, ya no centrada en lo ideal, sino en lo real. El uso de las tecnologías como YouTube, Facebook, Twitter, envuelve a los jóvenes pentecostales en una comunidad aceptada, aceptable, frágil e invisible cuyos límites no coaccionan como la vieja concepción. Esta nueva “comunidad se vuelve paradojal, aporética, nunca totalizable ni totalizante, una comunidad esencialmente abierta e imposible de ser definida de una vez y para siempre” (Gropo 2011:53). En este contexto, el discurso religioso pentecostal resulta atractivo para los jóvenes porque los envuelve en una cultura religiosa de la industria musical alto consumo, donde “lo real funciona impidiendo que la comunidad se cierre sobre límites determinados” (Groppo 2011:53).

La globalización religiosa ha sido clave para la formulación, reafirmación y difusión de imaginarios y significaciones comunitarias actuales del pentecostalismo, sobre todo los que tienen que ver con los contenidos de predicaciones y musicales. Paulatinamente la oferta y el consumo de bienes religiosos se amplía y cada grupo quiere tener sus propios medios (radio, librerías, disquerías, canales de TV locales, páginas web, etc.), lo que permite obtener usuarios cautivos que adquieren la música, los libros u otros bienes religiosos. No obstante, los contenidos que circulan a través de estos medios son desterritorializados, flexibles, móviles y efervescentes. Se da una centralidad de la subjetividad por sobre lo estructural o lo denominacional, en donde la experiencia personal es la central, lo cual permite que luego quiera transmitir su experiencia a sus similares. De este modo, “la nada y el no o negatividad que implica la comunidad no es una negación dialéctica que abre el camino posterior a su superación. No es un no de algo que todavía puede ser, sino que la nada, el no, la falta, son el único modo posible del ser de la comunidad” (Groppo 2011:57). Por ello las actividades comunes de la actualidad se encuentran en la organización de seminarios, publicación de libros de autoayuda y páginas web vinculados a la prosperidad y a la movilidad social. La web ha posibilitado la congregación virtual: estar juntos y estar solos a la vez.

En la cultura postpentecostal son especialmente relevantes los cantantes-artistas, introduciendo en el discurso musical reflexiones de una nueva concepción de lo sagrado, lo divino, los creyentes y la sociedad. Se muestran imágenes de éxito, admiración y bienestar económico de los cantantes-artistas que los jóvenes intentan emular. Así, pareciera que la comunidad postpentecostal se caracteriza por una ausencia de esencia que no es meramente negativa, sino que posee también una dimensión positiva: “su presencia como falta” (Groppo 2011:59). Este sería uno de los pocos niveles de positividad que presenta la comunidad, una positividad vinculada y dependiente del hecho de indicar y señalar la falta constitutiva. Es así como los cantantes-artistas construyen nuevas comunidades con los seguidores y admiradores: comunidades fundadas en la precariedad de vínculos identitarios de rápida caducidad. Esto hace que el sueño de miles de jóvenes sea ser cantantes, creando verdaderos grupos de fans que buscan conocer todo acerca del cantante, imitar su voz, gestos, muletillas, modismos, etc. De modo que la ausencia esencial de la comunidad “es constitutiva, primordial, precisamente porque no viene a cortar, castrar, prohibir, tachar una plenitud previa, sino que es ella misma previa” (Groppo 2011:59).

La música permite recrear el espacio cúltico emocional. Ello insta de igual manera a provocar y estimular las emociones de los asistentes para que puedan experimentar la presencia de lo sagrado, de suscitar la prosperidad material y alcanzar la movilidad material (más que social). La contemplación predomina sobre la acción y lo individual sobre lo colectivo. La comunidad se vuelve conflictiva y cuando los encuentra se separa de ellos lo más rápido posible. Así, el postpentecostal resiste esa hiper-convocación y elige el tiempo y el espacio donde congregarse, o prefiere simplemente la autocongregación virtual

Finalmente debemos apreciar que el postpentecostalismo se caracteriza por tres aspectos:

La flexibilidad institucional: coexisten distintos grupos religiosos evangélicos dentro de la institución pentecostal. Este pluralismo se manifiesta en distintas denominaciones que compiten por la preferencia de los creyentes, quienes pueden trasladarse de una congregación a otra, una estación de radio a otra, un canal evangélico a otro, o una página web a otra. La flexibilización no implica cooperación, sino competencia comunitaria. Se desarrolla una competencia por la feligresía, surgiendo límites difusos entre los dominios denominacionales. Por último, esta flexibilidad institucional es utilizada para adecuar el discurso religioso hacia los creyentes de sectores medios.

La flexibilidad de los contenidos: el discurso religioso no es internalizado uniformemente por la mayor parte de los miembros del grupo religioso. Esto se evidencia en el alto flujo de creyentes que transita por los templos, transformados muchas veces en verdaderos corredores religiosos. No hay fieles ni parroquianos, sino consumidores y usuarios religiosos. Cada individuo construye las creencias que mejor se acomodan a su estilo y proyecto de vida, combinando los discursos del templo local con los del templo electrónico, que son más propensos a promover la ilusión de la prosperidad. Según Pacheco, al individualizarse la religión, la sensibilidad religiosa también pasa a girar alrededor del individuo, de tal manera que cada persona puede construir como mejor le parezca su propia religión, lo que generaría un cóctel de individualismo religioso.

Un materialismo religioso creciente: hay una mayor preocupación por los bienes materiales que por los bienes espirituales. Esto hace que los predicadores enfoquen sus mensajes religiosos en los problemas económicos, laborales y enfermedades psicosomáticas. Se predican ideas seculares como la casa propia, el auto soñado, la empresa deseada, las terapias espirituales y el trabajo deseado. Se trata del ideal de una familia burguesa. La comunidad es cada vez más instrumentalizada y va disminuyendo su carácter normativo. Aunque los pobres asistan a las reuniones, ellos no son buena propaganda, ya que espantan a los creyentes con mayor capacidad de ofrendar. El interés se focaliza en la clase media, ya que son ellos los que les afecta la sensación de crisis actual. La comunidad se extiende a través de los libros de autoayuda que sugieren el éxito, el logro de los sueños y el alcance de la riqueza como algo posible y fácil de lograr solo siguiendo un manual o unas reglas mínimas. Finalmente, la vida es un deseo de comunidad, pero este deseo de comunidad se configura necesariamente como negación de la misma.

El sujeto postpentecostal

Los nuevos creyentes no están dispuestos a sacrificarse por la comunidad, sino que esperan que la comunidad satisfaga sus necesidades y demandas existenciales y sociales. La disciplina, el ahorro o el trabajo sacrificado son considerados valores anacrónicos. Los creyentes están cansados de las demandas de sacrificio, quieren alcanzar sus objetivos y metas con el menor esfuerzo posible. Se concibe que un sujeto que ha satisfecho sus necesidades de sentido beneficia directamente a la comunidad. Por ello, el discurso religioso que apuntaba a un futuro escatológico, ya no interesa. Lo que ahora importa es el presente y el alcance del bienestar actual. Ya no es importante el cielo o el infierno, sino lo terrenal. Se trata de una subjetividad demandante a una comunidad limitada, donde “a partir de la exposición de esa ausencia de fundamento de la comunidad, es posible hacer inteligible la radical contingencia y politicidad de la constitución comunitaria” (Groppo 2011:67).

Hoy por hoy, los sujetos están situados en relaciones múltiples y heterogéneas, lo que se manifiesta en las fluctuaciones de las creencias y la crisis de los credos, respondiendo más a un florecimiento del “yo creo” y del “yo siento”. La música y las predicaciones son las manifestaciones culturales del pentecostalismo que más confirman y reafirman este individualismo de las creencias. Las metas sociales y las propuestas metapolíticas se vuelven obsoletas. Importa más el ofrendar y construir templos que las creencias del cielo o del infierno. En esta situación, “la utopía se convierte en una meta externa al movimiento constitutivo de la subjetividad, respondiendo, más bien, a una ideología acerca de lo que significa trascender la realidad dada, en vez de ser un mecanismo de reconocimiento de la potencialidad que se contiene en dicha situación dada” (Zemelman 2010:359). El milenio y la espera del Mesías han tardado en llegar y lo seguirán haciendo. Solo queda construir templos más grandes y atractivos.

Al producirse un desplazamiento de la institucionalización de lo religioso hacia la subjetivación, se manifiesta un vacío de los dogmas universales y los recipientes de la fe, dirigiéndose hacia nuevos sincretismos de las creencias. En este escenario, el creyente postpentecostal es un ser escéptico de todo lo institucional y lo tradicional. Hay una pérdida de credulidad en la institucionalidad religiosa, por ello los conceptos de culto, iglesia, evangélico o religión son desplazados por los de reunión, centro, creyente o espiritualidad. El pentecostalismo, que ocupó el vacío religioso del mundo popular, ahora está desgastado discursivamente. Se produce una descanonización de los sistemas de valores tradicionales, sobre todo los valores religiosos heredados, y se promueven varias ofertas de sentidos, costos y soluciones posibles. El cielo prometido se tornó desesperante por el aumento de las expectativas de vida. La promesa de una vida ascética, disciplinada y de trabajo responsable del protestantismo también se tornó insufrible, porque el neoliberalismo vino a denigrar y empobrecer el trabajo. Entonces “el sujeto deviene en una subjetividad constituyente, en la medida que requiere entenderse en términos de cómo se concretiza en distintos momentos históricos” (Zemelman 2010:357). En el fondo el postpentecostalismo manifiesta un sentimiento del desencanto: desencanto por las promesas educacionales, laborales y políticas en sí mismas. Se trata de una re-magificación de los mundos desencantados.

Los individuos comienzan a buscar subsidios de sentido simbólicos para suplementar las energías, para disminuir la ansiedad que produce la incertidumbre ante el futuro y compeler los óbices sociales y psicológicos que impiden los logros y éxitos personales. De esta manera “pasa de la pura potencialidad, propia del primer momento, que contiene múltiples posibilidades de sentido, a la concreción de una alternativa particular de sentido” (Zemelman 2010:359). Por ello, como señala De la Torre, si bien la religiosidad se vuelve un fenómeno difuso, no por ello es menos relevante, pues constantemente hace rebotar los límites entre lo religioso y lo secular. Así el postpentecostalismo adapta su discurso enfatizando lo sobrenatural y la dimensión de lo sagrado en el dinero y lo material. Como destaca Ortmann: “No es solamente una cuestión de la existencia de una realidad sobrenatural, sino que estamos ante una propuesta donde el mundo material está condicionado por el mundo espiritual; entendido éste como un lugar donde existen espíritus del bien y del mal, fenómenos paranormales y experiencias sobrenaturales” (Ortmann 2004:120). Este mundo re-encantado es justificado ante las necesidades y demandas de los creyentes, de nuevas fuentes para resolver los problemas individuales.

Los individuos comienzan a buscar subsidios de sentido simbólicos para suplementar las energías, para disminuir la ansiedad que produce la incertidumbre ante el futuro y compeler los óbices sociales y psicológicos que impiden los logros y éxitos personales. Así el postpentecostalismo adapta su discurso enfatizando lo sobrenatural y la dimensión de lo sagrado en el dinero y lo material. Como destaca Dorothea Ortmann: “No es solamente una cuestión de la existencia de una realidad sobrenatural, sino que estamos ante una propuesta donde el mundo material está condicionado por el mundo espiritual; entendido éste como un lugar donde existen espíritus del bien y del mal, fenómenos paranormales y experiencias sobrenaturales” (2004:120). Este mundo reencantado es justificado ante las necesidades y demandas de los creyentes, de nuevas fuentes para resolver los problemas individuales.

Se enfatiza una nueva mentalidad religiosa y, especialmente para el caso de los predicadores y comunicadores, una nueva forma de hablar. Bajo esta nueva mentalidad se producen grandes rupturas. En primer lugar, se relativiza la pobreza, la que no es vista como una virtud, sino como un obstáculo para manifestar la bendición divina. Ya no se sale de la pobreza mediante el trabajo, sino mediante la inversión-ofrenda. De igual forma se transforma la riqueza y el éxito en virtudes espirituales y queridas por Dios. Esto debe ser concordante con la forma de hablar. Esta postura fue enfatizada desde un comienzo por los telepredicadores norteamericanos como Kenneth Copeland, quien destacó una construcción lingüística de la realidad individual al decir que cada uno puede recibir lo que afirma. Utilizando una performatividad extrema, se puede tener lo que se afirma. De esta forma, para salir de la pobreza y la miseria hay que cambiar lo que se piensa sobre la pobreza y lo que se afirma sobre ella. La instrucción al creyente es clara: hay que disciplinar el vocabulario. Pero la cadena es más larga: hay que disciplinar todo lo que hace, todo lo que dice y todo lo que piensa. Se realza un concepto de la fe que señala que las palabras gobernadas por la ley espiritual se convierten en fuerzas que trabajan a favor del creyente, mientras que las palabras ociosas operan en contra. La realidad está controlada por la palabra y el mundo espiritual está controlado por la Palabra de Dios. De esta forma, el mundo natural tiene que estar controlado por el hombre que habla las palabras de Dios.

Comentarios finales

En este artículo hemos desarrollado dos grandes apartados. En el primero nos referimos a las investigaciones clásicas sobre el pentecostalismo caracterizado por el fundacionalismo comunitario. Aquí mostramos tres aspectos: a) Primero mostramos cómo la comunidad es elevada a un nivel numinoso y que sintetiza todas las virtudes e ideales humanos: bondad, solidaridad, generosidad, libertad, afecto y las posibilidades de regeneración del individuo. No obstante, esta magnificencia proyectada a la comunidad iba en desmedro de la subjetividad. b) En un segundo lugar destacamos que una comunidad activa significó la construcción analítica de un concepto de sujeto pasivo, invisibilizado e inerme. Sin embargo, paulatinamente se fue destacando su creatividad y capacidad de resistencia y propuesta, subrayando su subjetividad por sobre el peso del sujeto colectivo. c) Luego analizamos la presencia de una ambigüedad, donde para algunos la comunidad pentecostal es magnificente, mientras que para otros es insidiosa frente a otras comunidades. En estas construcciones analíticas de las comunidades se tiende a confundir la existencia empírica con la construcción analítica de la comunidad, proyectando la sobrevaloración virtuosa o viciosa de la comunidad según la inclinación del investigador.

En el segundo apartado analizamos cómo si bien se continuó resaltando la ontologización de la comunidad, paralelamente comienza a valorarse la subjetividad. En esta dimensión nos referimos al postpentecostalismo como la nueva relación entre comunidad y pentecostalismo, pues se trata de una relación donde la comunidad pierde su estatus ontológico de esencia para derivar en existencia. También se resalta el carácter humano y por consiguiente precario, contingente y existencial de la comunidad. En este sentido no se eleva, sino que se reconoce la capacidad creativa, libertaria, responsable y de decisión del sujeto. El sujeto elige, redefine, resignifica y reconstruye comunidades, no a su imagen y semejanza ni tampoco ex nihilo, pero sí a partir de las condiciones y recursos socio-culturales existentes. Finalmente, comunidad y sujeto han devenido en una realidad relacional, donde la pre-existencia de uno u otro es episódica.

Financiamiento

Este ensayo es resultado del proyecto FONDECYT Iniciación N° 11140698 (2014-2017).

Bibliografía

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Donoso-Maluf, F. 1998. Comunitarización competitiva: nuevas dimensiones analíticas para las actuales facetas de un viejo pentecostalismo. Logos 8: 183-197.

Espósito, R. 2003. Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires: Amorrortu.

Groppo, A. 2011. Tres versiones contemporáneas de la comunidad: Hacia una teoría política post-fundacionalista. Filosofía y Teoría Política 42: 49-68.

Marchart, O. 2009. El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. Buenos Aires: FCE.

Ortmann, D. 2004. Anuario de ciencias de la religión: las religiones en el Perú de hoy. Lima: UNMSM.

Zemelman, H. 2010. Sujeto y subjetividad: la problemática de las alternativas como construcción posible. Polis 27: 335-366.

Recibido el 10 Mar 2017
Aceptado el 3 Abr 2017

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X